Si esto sucedía allá por el 80 a.C., un siglo adelante Plinio el Viejo sienta cátedra con las tres virtudes que han de adornar a una patricia romana: “puditas, honestas et simplicitas” -pudor, honestidad y simplicidad-. Casi parece un sarcasmo si las aplicamos a la pareja más trepidante de su tiempo. ¿Marco Antonio y Cleopatra? En absoluto. Qué soberbia tragicomedia hubiera compuesto Shakespeare si, en lugar de centrarse en la amante egipcia del Triunviro, se hubiera centrado en su esposa, la incomparable Fulvia. Ya con Marco Antonio al frente de su “honor matrimonii”, la gran bacanal de ambición sin límites, con ella a los mandos.
No le iban a la zaga las tres mujeres a las que desposó Julio César. Cornelia Cinna, Calpurnia. Y entre una y otra, la divina Pompeya. Justo aquella que motivó la célebre sentencia: “La mujer del César no sólo no debe ser culpable, sino tampoco parecerlo”.
¿De qué se la acusaba? El patricio Publio Clodio había sido sorprendido disfrazado de mujer en sus aposentos, durante las festividades de la Bona Dea, la diosa de la castidad. Una ironía venial si consideramos que el segundo apellido de aquel Publio era “Pulcro”. Hubo un juicio -lástima que no hubieran inventado la televisión-, César no pudo aportar pruebas y nuestro Pulcro fue pulcramente absuelto. Así y todo, nadie coreó el nombre de Pompeya, ni siquiera en la no tan lejana Hispania. ¿Qué hizo César? Dictar su propia sentencia -la que conocemos- y repudiarla.
Peor lo tuvo el muy estoico Séneca, cuando incurrió en la temeridad de catar las mieles de la hija menor de Calígula, la dulce Julia: ocho años de exilio en Córcega. Claudio le perdonó que lo parodiara, Nerón no y, según cuentan, menos su esposa, Popea. Sabiendo lo que le esperaba, Séneca se abrió las venas, bebió cicuta. Como no acababa de morir, se sumergió en un baño caliente. El vapor y su asma hicieron el resto. Es lo que tiene respirar tantos efluvios tóxicos, a la sombra de la mujer del César.
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