Alba tenía cinco años. Era una niña que contaba cuentos.
Todos los días en el recreo se sentaba con sus amiguitos, María, Cintia, Juanito, y les contaba lo que imaginaba. Historias de caballeros, de princesas y príncipes, de fantásticas aventuras. También jugaban, a la pelota, a la rayuela. Cantaban y reían.
El colegio estaba enfrente de su casa. Desde lo más alto del edificio, Alba sabía que su mamá se asomaba al balcón para verla jugar en el recreo. Ella no la veía, pero todos los días, miraba hacia arriba y saludaba con su manita, porque seguro que su mamá estaba mirándola.
De esto hace mucho tiempo, el colegio de Alba no era como los de ahora. Era una habitación grande, en el bajo de un edificio, preparado para que los niños jugaran, pasaran felices su tiempo, y dieran sus primeros pasos para aprender.
El recreo era en la calle, al sol, disfrutando del aire. Las profesoras de Alba salían con ellos, siempre con mirada atenta a que ninguno de sus pequeños se alejara o se perdiera. Había una valla, disimulada entre hojas de hiedra y brillantes pájaros de colores, que rodeaba el patio, pero no estaba cerrada, de vez en cuando, una mamá o un papá, venía a visitar a su pequeño.
Había un hombre, que pasaba cerca de los niños a la hora del recreo. Era un señor mayor, un abuelo entrañable, amable, con una amplia sonrisa y dulces palabras. Hablaba con los niños, no con Alba, ella no lo conocía, parecía que conocía a otros, aquellos que se alejaban un poco de dónde los demás jugaban. Puede que fuera un abuelo, a veces no solo venían los papás, también venían los abuelos a ver a los niños.
Los recreos de Alba pasaban rápidos y divertidos. Era la mejor parte de la mañana, cuando podía contar sus historias, pero no le gustaba el resto del día. Era una niña inquieta, que lo captaba todo demasiado rápido, así que solía aburrirse cuando las señoritas repetían una y otra vez lo mismo, empeñadas en que los niños aprendieran aquello que sus jóvenes vidas ya debían empezar a asimilar.
Un día, Alba estaba contando una historia, de un príncipe y un dragón. El príncipe era alto, fuerte y apuesto; el dragón era grande, aterrador y escupía fuego. Pero ninguno era lo que parecía. Uno, el que todos querían, era cruel y despiadado; el otro, al que todos aborrecían, era noble y educado.
A María no le gustó el cuento. Decía que todo el mundo sabía que los dragones eran malos y que a todas las niñas les gustaban los príncipes. Alba y María discutieron, y los otros niños también se unieron a la discusión. Se quedó sola, en un rincón, pensando en su cuento. A ella le gustaban los dragones y no tanto los príncipes. ¿Para qué quería un príncipe? Prefería tener un dragón, alguien con quien surcar los aires y vivir aventuras.
—¿Qué haces tan sola aquí, bonita?
Alba levantó la cabeza y vio al abuelo. Sonreía con luz en su cara arrugada. La niña también sonrió.
—Mis amigos están enfadados. No les gustó mi cuento.
—¿De verdad? ¿Por qué no me lo cuentas a mí?
La niña asintió y le contó su historia del dragón y el príncipe, a grande rasgos, rápido y precipitado.
—A mí también me gustan los dragones —dijo el hombre cuando ella terminó.
Alba sonrió, contenta, por fin alguien que la entendía. En ese momento, la campana sonó y la niña salió corriendo de vuelta al interior del colegio, sin tan siquiera despedirse del hombre.
Al día siguiente, todo el enfado con sus amigos había desaparecido. Es lo bueno de los niños, no saben guardar rencor, esas cosas se aprenden más tarde. Sentimientos que a veces no deberían aprenderse.
Ese día, el abuelo estaba otra vez junto a la valla del patio. Llamó a Alba y sus amigos, con una sonrisa.
—Tengo un regalo para vosotros.
El hombre les enseñó la mano repleta de brillantes caramelos. Los niños corrieron, se llenaron las manos, menos Alba, ella se quedó atrás, dubitativa. Su mamá siempre le decía que no aceptara regalos de desconocidos. Ese hombre venía muchas veces, no era un desconocido, pero tampoco era alguien a quién ella conociera. Tenía sentimientos enfrentados.
La campana la salvó de tomar una decisión, todos los niños volvieron adentro.
Lo mismo se repitió varios días. El entrañable abuelo hablaba con los niños y les ofrecía caramelos momentos antes de que la campana sonara. Ya casi no era un desconocido.
Unas semanas después, Alba seguía contando cuentos a sus amigos. A veces era difícil, a veces tenía que improvisar, porque contar un cuento cada día era complicado. Ese día Juanito no había venido. No lo veían desde el recreo del día anterior, cuando se fue. A veces pasaba, los mayores se llevaban a sus niños en el recreo.
Hoy solo la escuchaban Cintia y María. A ella le gustaba Juanito, era el más inocente, el que más se emocionaba con sus cuentos. Hoy tampoco tuvieron caramelos en el recreo.
Un mes después, Juanito no había vuelto y nadie hablaba de él. Las profesoras no lo nombraban y desviaban la vista cuando algún niño preguntaba. En esa época, la mamá de Alba no se separaba de ella, venía incluso a verla durante el recreo, las de muchos otros niños también. Había muchos padres viendo a sus niños a la hora del recreo y también hombres raros. Serios y altos. Policías.
Muchos mayores, menos el hombre de los caramelos, al que estos niños, después de aquel recreo, nunca más volvieron a ver.
ANA NÚÑEZ: Licenciada en Biología. Amante de la literatura, escritora y cuentacuentos. Sus primeros cuentos los escribió con trece años. Sus obras van desde adaptaciones al comic (Caleórn, el Maldito; webcomic), pasando por antologías de cuentos de misterio (Ecos de Sangre; Diversidad Literaria) y novela (Sombras en la Noche; Diversidad Literaria).
Actualmente está trabajando en su segunda novela, aunque también escribe relatos cortos y cuentos, cuando la inspiración lo exige.
Enviado por José Antonio Sierra