Una comarca otrora rica, próspera, de familias finas y modales elegantes, pero que hoy daba la ilusión de ser un pueblo abandonado a las peores de las suertes, un pueblo derrotado en la guerra. Y de lejos vi a un hombre que era el único que rondaba por ahí, aún joven, de cabellos dorados y triste figura… claro que me recordó a ese celebérrimo personaje creado por el manco más famoso. Pero, dejando a un lado a aquella persona ficticia literaria, me concentré, desde lo alto, a observar a este alto y taciturno ser que contaba con un hacha y no paraba de hacer leña. Estaba solo, cabizbajo, pero después llegó a él una hermosa mujer. Creí era un sueño o una visión después de tantos años de hambre y miseria, pero no, aquella belleza casi irreal era real, de carne y hueso.
Ella se le acercó con una mirada piadosa, de amor, pero un amor extraño, un amor no correspondido. Y así, desde allende, escuché toda la conversación: – Querida niña, dijo él. – Sé lo que alguna vez te dije, pero después de tantos años, muchas cosas han cambiado. No, no soy valiente por haber estado en todas esas batallas, bajo el exilio de las etéreas deidades, donde conocí el sufrimiento, la pena, y el abandono de todo lo que crees. Y te preguntas por qué fui un cobarde si luché valerosamente en aquella cruenta guerra ( y sí, ella con la mirada no podía entender cómo un héroe de guerra podría ser un cobarde) – Y es que es una maldición, una maldición ese afán de no querer ver la realidad que nos permea en los sentimientos día a día. Al final de cuentas, tú y yo, antes de todo esto, vivíamos en una nube, diáfana, llena de lujos y dádivas. Vivíamos en una cueva llena de sombras, de lúgubres fantasías e irrealidades absurdas. Pero después de perder la guerra, de perder todo el dinero, las posesiones, los plantíos, los esclavos y el algodón, nos damos cuenta de que estamos solos y simplemente solos. Cobarde porque todos los días, a todas horas, solo deseaba estar de nuevo aquí, con ustedes, tocando el piano, escribiendo poesía, o hablando de libros, de filosofía y de criticar al vulgo, como si el sufrimiento no existiera fuera de nuestras burbujas de polvo de hadas. Me asustaba afrontar el reto de la vida sin la suave belleza de aquel mundo nuestro que alguna vez fue y que nunca más volverá a ser. Me importaban poco aquellos hombres, solo quería regresar a casa, me daba igual si vivían o morían ¿no me hace eso un cobarde? sé que tú no harías eso, niña mía, que eres valiente, fuerte, y que gracias a ti mi esposa e hijo siguen con vida, pero la guerra es diferente.
Y es entonces, en ese momento, cuando algún ser nos impregna en nuestra conciencia muchas luces que en su día no podíamos apreciar. Irónicamente ese ser, en medio de la negra Ker y el fuego marcial, te susurra al oído que no hay existencia de otro etéreo ser. Abres un día los ojos y vislumbras que no hay dioses ni ángeles, demonios ni infiernos, que por más que reces, nadie te salvará, que ninguna deidad permitiría tanto sufrimiento y dolor, y que simplemente son consuelos que hemos creado a lo largo de los siglos para aminorar un poco el dolor que estamos condenados a sufrir por nuestras propias estulticias… sí, inventos humanos, querida… ¿qué me dices? ¿que cómo puedo decir eso? ¿que mi alma arderá en lo más profundo del averno? Eso es otro invento, niña mía. ¡No! ¡no me mires así, por favor! No me mires como si hubiera perdido la cordura, te lo suplico. La conciencia, niña, es lo único que tenemos, es tan real lo que está dentro de nosotros como la roja tierra que pisamos en este momento. La conciencia, depende de cada quien, así pues, puede ser tu propio cielo o el peor de tus lamentos ¿Cómo supe esto? gracias a estos años de pérdida y soledad en el campo de batalla. Seguramente alguna ninfa me hizo ver, en algún sueño, lo ciego que estaba. Ahora veo a muchas personas buscando refugio en el placer pueril, en las iglesias, en el maná de Dionisio, en las compras para impresionar, en las mujeres, en el oro y en las banalidades. Tanta desesperación por tratar de encontrar un poco de calma en sus corazones, cuando no comprenden que la cura está en el silencio de su soledad, en sus acciones.