La pregunta inquieta si estudiamos a quienes lo conducen. En otro tiempo, cuando la cultura y la inteligencia se valoraban como referentes, teníamos pensadores. Hoy, dentro de las redes sociales, mandan esos seres difusos a los que llamamos influencers. ¿Quiénes son? En apariencia, versos libres cuya no menos lírica juventud les exonera de toda sospecha. Estos prescriptores de tendencias no necesitan un discurso. Basta una imagen feliz susceptible de catalizar los anhelos de quienes les sigan, que son cientos de millones.
Toda ingenuidad queda abolida cuando sabemos que detrás opera una estrategia de marketing digital, lo que los convierte en profesionales justamente retribuidos como lo que son, puntas de lanza de un capitalismo, en tiempos salvaje, hoy sencillamente perverso.
Cuentas como “Youdidnoteatthat” -no comiste eso-, o “Youdidnotsleepthere” -no dormiste allá-, atestan la manipulación de posados y escenografías. La mixtificación se quedaría en una anécdota si no estuviera incidiendo de una manera dramática en el malestar psicológico de toda una generación.
La cuestión clave nos lleva de regreso al inconsciente colectivo. Jung lo cifraba en una serie de arquetipos primigenios. ¿Cuál prevalece entre los influencers? Bien el del chamán ancestral, el conjurador de lo irracional, bien el hipnotizador que, a través de su espejo mágico, mesmeriza a millones en la necesidad de comprar, tanto da unas deportivas prodigiosas, una dieta milagro o un viaje al paraíso.
Pero, aquí, el juego de espejos es retroactivo. El influencer predica el cretinismo ambiente que también le influencia a él. Su espejo proyecta hasta el infinito el paradigma de la nueva era: la negación del pensamiento suplantado por la glorificación de lo superfluo.
Es así como las redes sociales traducen en afrodisiacos digitales aquello con lo que soñaban los demiurgos productivistas de ‘Un mundo feliz’: un ejército de consumidores dóciles cuyo pensamiento se reduce a un emoji, y su biblia a un selfie.
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