Que un presidente de Gobierno, como Pedro Sánchez, aluda a él para referirse a las voces críticas que cuestionan la legitimidad de disposiciones que vulneran la separación de poderes y la igualdad de los ciudadanos ante la ley, prescriptivas en cualquier democracia digna de tal nombre, va más allá de una negación de lo evidente: la suplantación de la política de partidos por su degradación, la política de bloques, gestionada, en su caso, por un caudillismo caliguliano y categóricamente delirante.
Nada más previsible que tras el descalabro de las elecciones gallegas, el Calígula de Moncloa haya justificado la implosión de su partido a la debilidad de sus liderazgos territoriales. Por una vez, este hombre que metaboliza la mentira como parte esencial de su organismo, ha proferido una verdad. Cierto y bien cierto: si sus líderes territoriales fueran algo diferente a las irrisorias marionetas de su particular “Retablo de Maese Pedro”, otro gallo le cantaría al partido de la rosa y el puño, pues esos líderes territoriales ya habrían procedido a defenestrarlo. No necesariamente a puñetazos, ni ahogándolo en rosas. Bastaría con un Congreso General donde cada cual manifestara su opinión, en conciencia y en libertad.
Así como en otros tiempos la izquierda se vedaba cualquier censura al estalinismo, “para no debilitar la lucha”. Así como en la Alemania nazi la consigna del Gleichschaltung perpetraba un control totalitario de la sociedad en orden a su doctrina, estamos asistiendo, por una parte, a una paranoica inversión de roles -se acusa de fascista a quien denuncia tendencias homologables-, y por otra a una patética constatación: a medida que la “Fachosfera” se expande, abarcando más y más disidentes, ¿quién queda fuera, salvo el propio presidente?
Naturalmente, junto con sus cómplices y otros funambulistas, maestros de la contorsión ideológica y el travestismo político, la famélica legión mediática mutada en mesnada de estómagos agradecidos. Como bien nos hizo ver esa periodista de RTVE que, en la gala de los Goya, exclamó, enfervorizada, micrófono en ristre, al paso del Gran Timonel: “¡Eres un icono, presi, te queremos!”. ¿En qué televisión pública puede escucharse algo semejante salvo en la de los Nodos, de infausta memoria?
Arduo horizonte aquel en que la esfera de la cultura, y la de los medios, se confunde con la del poder. Más arduo aun cuando su campo magnético abarca a presuntos intelectuales. Sartre definió al intelectual como “alguien que se mete en lo que no le importa”. Es decir, en lo que contraviene su ideología, peleándose contra el conformismo y la sumisión.
Dos bien eminentes, además de no menos eminentes musicólogos, Edward Said y Theodor W. Adorno, hablaban del contrapunto y la disonancia. Puedes interpretarlas como una estructura musical o como una forma estética, pero ambas privilegian el valor de la sabia discrepancia por encima de la armonía. La disonancia, ahora sinónimo de democracia, y el contrapunto, diapasón de cualquier contestación razonada, vienen a la mano para definir lo esencial de cualquier compromiso político frente a la tentación del dogmatismo.
Lo dijo Paul Groussac, el insigne predecesor de Jorge Luis Borges al frente de la Biblioteca Nacional Argentina, y ambos ciegos: “nuestra máquina política es tan perfecta que contiene en sí misma el principio y el fin”. El problema comienza cuando su mecánica irracional la lleva a dar vueltas y más vueltas, pero sólo en el vacío.
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