En la peripecia parecen concurrir todas las peculiaridades como para que, refundición de Sófocles mediante, cobre un vuelo sostenido sobre un hálito de universal trascendencia. El reconocido historiador y filólogo mexicano Ángel María Garibay presume que la obra formó parte de una trilogía; si el caso es tal, las restantes dos partes se han perdido irremediablemente. De modo sucinto y a trazo grueso: Filoctetes, rey de Melia, se dirige contra Troya en compañía de Agamenón y Menelao, y empuñando un arma infalible: un arco recibido del semidiós Heracles que atina en el blanco de modo inexorable (en la profusa mitología griega, otra versión refiere que el rey Minos sobornó a Procris regalándole un perro de caza y una jabalina que no erraba nunca en el blanco, a fin de acceder a su intimidad; Procris, por fin, le regala la prodigiosa jabalina a Céfalo, su marido. De igual tenor, en las epopeyas célticas, el héroe Tristán de Leonís posee un arco, como el de Filoctetes, que es infalible. Las analogías parecen no tener otra explicación, según todas las hipótesis autorizadas, que un fondo común de mitos compartidos antes de que se separaran helenos y celtas). En el camino, la embarcación se detiene en el islote de Crisa (sumo sacerdote de Apolo) para ofrecer los debidos sacrificios a la deidad local; Filoctetes es el primero en aproximarse al santuario y, de entre la hierba alta que lo rodea, emerge una serpiente y le muerde el pie. El dolor de Filoctetes es agudísimo, la herida supura, el hedor se torna intolerable, los continuos lamentos de Filoctetes impiden a sus compañeros realizar las libaciones de práctica, y al fin se decide de común acuerdo abandonarlo a su suerte en la deshabitada isla de Lemno, cercana a la de Crisa, donde entre la soledad, el tormento físico y la impotencia permanecerá por el transcurso de diez años, al cabo de los cuales lo vendrán a rescatar porque Heleno, el augur de los troyanos capturado por los griegos, ha vaticinado que éstos jamás conquistarán Troya sin el concurso de Filoctetes y su arco.
María Rosa Lida observa (ob. cit., p. 93) que ni siquiera los comentadores de la Antigüedad coincidían en considerar si Crisa era una isla donde se albergaba una serpiente, o bien era una ninfa despechada que había enviado una serpiente sobrenatural. Asimismo, Edmund Wilson aduce razones más que atendibles (ob. cit., p. 293) para aventurar que la herida de Filoctetes es simbólica en mayor medida que física (“la herida de Filoctetes es un equivalente de los abominables pecados de Edipo”); refrendando la presunción de Wilson, en la misma obra de Sófocles se sugiere que la herida del rey de Melia ha de curarse cuando deponga el resentimiento que enturbia su ánimo.
El Filoctetes es una obra maestra, entre otras cosas, por multiplicidad de sentidos e incitaciones que puede hallar entre sus líneas el lector menos avezado: ilustra, como en Antígona, el insoluble conflicto entre razón individual (la justificada obstinación de Filoctetes por no sumarse a las filas del ejército griego, que lo ha abandonado en una isla desierta por espacio de una década) y razón de Estado (representada por Neoptólemo, hijo de Ulises, y Odiseo, quienes han llegado a rescatar a Filoctetes a fin de que participe en la toma de Troya); es uno de los retratos más realistas del proceso de degradación moral al que pueden conducir el dolor físico y la soledad (los gritos inarticulados e inhumanos de Filoctetes a causa del suplicio que le provoca su pie ulcerado conmueven al lector y deben haber estremecido al espectador griego); la tensión abrumadora entre el deber y la ética (Neoptólemo no deja de debatirse entre lo que le ordenó Odiseo –engañar a Filoctetes y apoderarse del mítico arco- y su propio imperativo categórico); la obra es, en suma, una parábola abarcadora de la condición humana en cuyo centro se despliega uno de los temas más visitados por la dramaturgia sofocleana: los dioses actúan y deciden de manera tal que al hombre le resulta impenetrable atisbar tan siquiera el designio divino, sólo le es dado aceptarlo con más o menos resignación. En la comedia Los caballeros, de Aristófanes, una abierta sátira dirigida especialmente a Cleón (uno de los hombres más poderosos de Atenas, representante privilegiado de la clase comercial), se escenifica un diálogo en solfa que no puede menos que tomarse muy en serio: el Primer Servidor (personificación del relevante orador Demóstenes) queda tan sorprendido de que el Segundo Servidor (personificación de Nicias, estadista, demócrata y declarado adversario de Creón) crea en los dioses, que le pregunta qué pruebas tiene para respaldar semejante convicción, y el Segundo Servidor responde: “En que me detestan. ¿No crees que es un argumento suficiente?”
Durante exactamente el mismo tiempo que el héroe trágico griego –diez años: desde 1955 hasta 1965-, Leopoldo Marechal fue la viva encarnación de Filoctetes: proscripto dentro del reducido contorno de una isla tan simbólica como concreta, convenientemente aislado como un foco infeccioso y frecuentado por no más de tres o cuatro personas de su íntima amistad. Un confinamiento tan tenazmente impuesto que cuando retornó al continente muchos de sus contemporáneos lo contemplaron con una mirada sobrecogida de la que no estaba exenta un adecuado pavor: lo creían muerto desde hacía años. La herida hedionda de Marechal fue su adscripción al peronismo, a pesar de no usufructuar canonjía, prebenda o cargo público alguno. La reacción brutalmente virulenta de algunos sectores de la cultura argentina sólo puede entenderse o explicarse partiendo desde un hondo disenso político y elidiendo cualquier discernimiento de orden estético. Tal supone un peculiar astigmatismo que reconoce una larga tradición a propósito de las diversas ponderaciones que puede suscitar una obra de arte: la ilusión óptica (involuntaria o deliberada) que induce a confundir, superponer y mixturar autor, obra y personaje en un todo indiferenciado que, lejos de afinar la facultad crítica o la estimación equilibrada, deriva y se resuelve, por lo general, en el dislate interpretativo, la lectura inconsistente o el análisis sesgado (prueba sobrada de ello lo constituyen algunas recensiones literarias aparecidas en su momento en dos revistas situadas en las antípodas ideológicas una de otra: Sur y Contorno).
La proscripción intelectual
El libro de poemas Laberinto de amor se edita durante el año 1936 bajo el sello editorial de Sur, pero cuando aparece Adán Buenosayres (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1948), el autor ya ha hecho pública su adhesión al peronismo, no es secreto para nadie que formó parte integrante de la llamada “Comisión Pro Candidatura del General Perón” y la discordancia de la revista Sur, condigna con sus aristas más conservadoras, es lapidaria. En el número 169, correspondiente al mes de noviembre de 1948, con la firma de Ezequiel González Lanuza, se publica una recensión cuya particularidad no estriba en que discierna en la obra exiguos valores y mediocre ejecución, sino que la juzga por aquello que no es ni pretende ser (un apólogo con fines edificantes) y, por lo tanto, la declara moral y literariamente (vaya una cosa como consecuencia de la otra) despreciable: hace ostentación de “todos los donaires coprológicos” y Marechal “apuntó y resolvió denodadamente el problema de juntar en su libro, y de salvar para la posteridad, el gracejo disperso en las rupestres inscripciones de los waterclosets de las estaciones ferroviarias y de los colegios secundarios, normales y especiales”. Dos, apenas, son las voces que se alzan para redimir al ya futuro Filoctetes de su porvenir insular: una reseña de Julio Cortázar en el número 14 de la revista Realidad correspondiente a los meses marzo-abril de 1949 (pp. 232 y ss.; comienza afirmando: “La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa”) y el calificativo de “proscripción intelectual” que utilizó Héctor Álvarez Murena (diario La Nación, noviembre de 1963) para determinar el gravamen impuesto a Marechal y que éste siempre estimó como “un acto de valentía”. Mención especial merece que hasta un crítico, notabilísimo en muchos aspectos, como el uruguayo Emir Rodríguez Monegal (conturbado, se puede presumir en este caso, por su incondicional fascinación por Borges: un antiperonista monolítico) no logre encontrar (ni se esfuerce en demasía) algún atributo digno de módico encomio en el opus marechaliano (véase Narradores de esta América, tomo I, Alfa, Montevideo, 1969, pp. 236 y ss.). En su evaluación publicada originalmente en el semanario uruguayo Marcha, en 1949, y que se reproduce en el volumen de Narradores…, comienza por señalar la “ostentosa suciedad” de la novela, señala “las inmundicias con que cubre casi todas las páginas” (en este contexto, el adverbio de cantidad cobra el valor de un ditirambo), acusa al autor de atacar a uno de los “principales representantes (Jorge Luis Borges)” de la generación martinfierrista y termina por tildar el “Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia” como páginas “lamentables, odiosas”. La contrita “Posdata de 1969” -también incluida en el tomo ya citado de Narradores…-, en la cual Rodríguez Monegal acepta que leído veinte años después Adán Buenosayres se torna un libro muy distinto (en rigor, aquello que se torna distinto es la lectura puesto que el libro sigue siendo el mismo), transmite un tono más justificativo que convincente. Si Rodríguez Monegal hubiera auscultado un poco más en el corazón de la novela, sin limitarse a la tersura o a la aspereza de la epidermis, habría advertido las hondas consecuencias filosóficas que de ella dimanan.
En el primer número de la revista trimestral Nuevos Aires (correspondiente a los meses junio-julio-agosto del año 1970) se publicó el que, a la postre, sería el último texto de Marechal (murió, precisamente, en el mes de junio del mismo año): el artículo “El poeta depuesto”, concepto que se retoma en las primeras páginas de Megafón, o la guerra (1970) en boca del propio Marechal, narrador en primera persona, y que alude de modo manifiesto a la situación nacional, por un lado, y privada, por el otro, en que lo sumió el derrocamiento del general Juan Domingo Perón en 1955: “En nuestra fauna sumergida existen hoy el Gobernante Depuesto, el Militar Depuesto, el Cura Depuesto, el Juez Depuesto, el Profesor Depuesto y el Cirujano Depuesto. (…). Soy el Poeta Depuesto.” En Los testamentos traicionados (Tusquets, colección Fábula, Buenos Aires, 2003, p. 32), Milan Kundera admite con irrecusable sensatez: “Nunca hablaré mal de la crítica literaria. Porque nada es peor para un escritor que enfrentarse a su ausencia.” Aquello a que refieren las palabras de Marechal reproducidas en Nuevos Aires es al peso inverosímil de un silencio unánime que se desplomó sobre su obra y su persona por espacio de diez años.
No resulta gratuito –aunque, a primera vista, aparezcan como irreconciliables, habida cuenta de sus disímiles, e incluso opuestas, filiaciones de orden ideológico: donde uno encuentra un “pecado”, al otro se le revela una “redención”- enlazar los nombres de Marechal y Murena. Los presupuestos filosóficos parecen ganar en densidad o, al menos, adquieren el vital calor que el mero tratado suele negarles, cuando se desplazan o se incorporan al plano estético o poético (el ejemplo más alto y acabado en nuestra lengua es el de la filósofa española María Zambrano). En las obras de Marechal y Murena se ponen de relieve las inquietudes de orden filosófico en general, primando en particular la predisposición de carácter teológico-espiritual (ajena a la teología dogmática) más allá del rigor o de la renovación formal con que se exponga en cada caso. En lo que respecta a Marechal, tal perfil destaca con particular nitidez: si bien confesamente cristiano es, más que un intelectual adscripto a un determinado credo, un hombre profundamente religioso, a la manera de los trágicos griegos, quienes experimentaban un genuino sentido de la eusebeia: una devoción que incluso está por encima de la mera justicia y que reconoce estrecha vinculación con el concepto de semnotês: la inalienable dignidad del sujeto humano incluso y sobre todo en medio de la desdicha y el sufrimiento personal.
Un misticismo de ojos abiertos
En el año 1939, Marechal publica un libro que pasa mayormente desapercibido, tal vez a causa del particular género que transita, asaz particular dentro de la literatura argentina: Descenso y ascenso del alma por la belleza, un breve ensayo de estética cuyo título probablemente esté inspirado en el Libro del ascenso y descenso del entendimiento, del mallorquí Ramón Llul, escrito en 1304, citado por don Marcelino Menéndez y Pelayo en su Orígenes de la novela, (Emecé, Buenos Aires, 1945, tomo I, p. 138) y difundido en nuestro país por la editorial Hyspamérica (Madrid, 1985, 159 páginas). En su tratado, Marechal glosa una sentencia de san Isidoro, la cual exhibe una manifiesta vecindad con las formas de la paradoja: “Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada, que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina.”
Visto a la luz de Adán Buenosayres, el tratado de estética se puede leer como una versión previa a la novela: un relato cuyo protagonista es el alma, una entidad abstracta y dividida –partición que la signa del budismo al cristianismo- que busca una vía mística para contemplar la belleza y arribar a la unidad. En Adán…, Marechal continúa glosando la misma sentencia como si la labor hermenéutica se le revelara interminable; y, de hecho, lo es. Similar vía mística e idéntica busca son las que encarnarán en el profesor que vive en el barrio de Villa Crespo, indagación de sesgo platónico en la medida en que pretende acceder a un arquetipo (lo cual equivale a los arquetipos); en este caso, el arquetipo de la belleza de las cosas creadas, una belleza que para Platón ni siquiera necesita comportar telos alguno para justificarse, salvo el de su propia consumación: “¿Tendrá acaso cada una de las bellas artes otro fin que el de ser perfecta?”, apotegma que conduce a Walter Pater (Platón y el platonismo, Emecé, Buenos Aires, 1946, p. 277) a calificar a Platón como “el primer crítico de arte”.
Etimológicamente, místico deriva del griego mystikós: relativo a los misterios, a los cultos mistéricos, que a su vez proviene de mystérion, que significa, en principio, iniciado. La palabra procede del verbo myo: cerrar los ojos y, en su origen, cerrar los labios. El místico cierra los ojos, cierra los labios, se repliega sobre sí y este repliegue lo conduce a la hondura de la reflexión, al apartamiento del tráfago mundano, al ensimismamiento necesario. Se entiende de este modo, pues, la pertinencia de la disciplina pitagórica, la regla de hierro según la cual sus alumnos debían permanecer cinco años en silencio o dos, como mínimo, para quienes revelaban un carácter sereno. Y se comprende la estupefacción de Agustín, de Hipona, al contemplar a Ambrosio, obispo de Milán, leyendo sin alzar la voz: “Cuando leía, lo hacía pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la lengua. Muchas veces, estando yo presente pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de avisarle quién venía, le vi leer calladamente, y nunca de otro modo; y estando largo rato sentado en silencio porque ¿quién se atrevía a molestar a un hombre tan atento?” (Confesiones, Libro sexto, capítulo III).
En Las vísperas de España (Sur, Buenos Aires, 1937, p. 64), Alfonso Reyes plantea, muchos años antes que Bataille y Lacan abordaran materia tan lábil, un interrogante central: “En el fondo de la mística, ¿no es verdad que alienta la herejía? Las prudentes madres superiores prohíben, por eso, a las pupilas que cultiven el éxtasis”; herejía y mística conformarían de este modo los dos componente de una perfecta coincidentia oppositorum. Al solo objeto de desarticular esta paradoja no resulta impropio admitir –las etimologías permanecen en la raíz de los conceptos, pero los alcances de sentido cambian- un misticismo de ojos abiertos y labios locuaces que mudando sus formas exteriores conserve, con todo, su intrínseca esencia. Detrás de este misticismo renovado se alinea Marechal: desde la boutade punzante (“No siendo boxeador ni habiendo intervenido ninguna provincia argentina, mi vida carece de episodios interesantes”) hasta el compromiso formal (su adhesión al peronismo que, como se ha visto, le supuso más vendavales que sosiego).
Una preocupación que aparece como medular en Descenso y ascenso… y en su obra tomada en conjunto consiste en acceder a la trascendencia, entendida ésta como la asunción integral del uno mismo para llegar a ser uno con el Otro, un Otro despojado del lastre del personalismo considerando la existencia de dos tipos de extravío: el extravío del sí en sí mismo, de uno en uno mismo, la estéril celebración del solipsismo (el extravío del desdichado Narciso) y el extravío del sí fuera de sí, de uno fuera de uno mismo, el fecundo riesgo de la ofrenda y la aceptación simultáneas (el extravío místico o trascendente). Aquello que buscan Adán en la novela y Marechal en el tratado de estética (una busca tal vez infructuosa, pero esta prefiguración del fracaso es aquello que, paradójicamente, le otorga estatura al intento) es una vía de ascenso eminentemente espiritual que no les impida vislumbrar en el mundo real los términos de una dicha encarnadamente humana. En este sentido, no es del todo impertinente bosquejar una conjetura de tono interrogativo: ¿no es este perentorio anhelo de comunión (en su doble sentido comunitario y eucarístico), llevado a sus extremos, el que acerca a algunos intelectuales cristianos al peronismo o a las diversas formas del ancho campo de los nacionalismos: ese plano en el cual sólo una delgada línea separa al concepto de trascendencia del de despersonalización? La novela de Perón (Legasa, 1985), de Tomás Eloy Martínez, ilustra a la perfección este desplazamiento al recrear dos escenas paralelas y complementarias: la entrada, como quien entra en religión, de un personaje –Arcángelo Gobbi- en el movimiento y el ingreso de un joven Perón en las filas del ejército bajo un mismo signo: la lenta disolución de la singularidad; lo propio se puede pensar de cualquier tipo de fervorosa militancia donde el desbordante sujeto individual desemboca en las aguas del sujeto colectivo para fundirse en el remanso del nosotros (para un estudio más pormenorizado de La novela de Perón nos permitimos el mal gusto de remitir al lector a un ensayo que nos pertenece: La ficción de la Historia, Alción, Córdoba, 2002).
El segundo viaje de Marechal a Europa –de 1929 a 1931- coincide con el período en que comienza a escribir Adán Buenosayres y precipita, como él mismo afirma en el prólogo de la novela, “una honda crisis espiritual”. Este viaje reconoce su trasunto ficcional en el capítulo I del Libro Quinto de la novela y la “honda crisis” no es otra cosa que la caída y el ascenso del alma en busca de su unidad gozosa, de la visión de los Arquetipos y, lisa y llanamente, del Absoluto columbrado en la medida de las limitaciones humanas, las cuales son transmitidas con harta claridad por Pablo en su primera epístola a los corintios (13, 12): “Ahora vemos como por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara” (huelga señalar que de aquí derivan los títulos de dos de los filmes más representativos de la filmografía bergmaniana: Detrás de un espejo oscuro y Cara a cara). Cada línea de ese capítulo está escrita en un registro que remite al de la literatura mística y, más precisamente, a la escritura y al estilo de Juan de la Cruz, en especial en libros tales como Subida del monte Carmelo y Noche oscura: “Cierto es que se te proponía una ruta de liberación…”, “Acabas de hacer un alto en la mitad de tu descenso…”, “(…) había caído sobre ti la noche verdadera…”. Metáfora que hunde sus raíces en suelo más remoto (de hecho, en el siglo IV de nuestra era), cuando el cristianismo primitivo intentaba fundirse con la paideia griega para dar a luz una nueva teología: en su Sobre las inscripciones de los salmos, Gregorio, de Nisa, divide al Salterio en cinco partes análogas a estaciones en el camino de la perfección, escalones o grados del camino místico para acceder a la teognosia (el conocimiento progresivo de Dios), y en otras obras delinea el ascenso del alma al punto más alto de su jornada (véase Cristianismo primitivo y paideia griega, Werner Jaeger, F. C. E., México, 11ª. reimpresión, 2012, pp. 127, 128). Es en este aspecto que Descenso y ascenso… no sólo es la prefiguración temática del Adán…, sino su sustento en el plano de la busca trascendente. Así, Adán…, en palabras del propio autor (“Claves de ‘Adán Buenosayres’”, reproducido in extenso en Palabras con Leopoldo Marechal, Alfredo Andrés, Editorial Ceyne, Buenos Aires, 1990, pp. 107 y ss.), la novela “se desarrolla de acuerdo con el ‘simbolismo del viaje’, o del ‘Errar’ o del tormentoso ‘desplazamiento’, imagen viva de la existencia humana”; y, más importante aún, es en ese período en el cual descubre que “por encima de las ‘tres dimensiones’ naturales en que se construye una epopeya, existe una ‘cuarta dimensión’ sobrenatural o metafísica” (ob. cit., p. 109). Esta “cuarta dimensión” está intuida en Descenso y ascenso… y desplegada en toda su complejidad y riqueza en el Adán… Este segundo viaje de Marechal a Europa se puede definir, sin forzar demasiado la analogía, como su camino a Damasco.
En las primeras páginas del Adán… se pone de relieve el aliento platónico –junto con Aristóteles, Agustín y Tomás de Aquino, las influencias sustantivas en la cosmovisión de Marechal- que circulará a lo largo de todo el texto. Marechal restituye en la figura de Adán Buenosayres uno de los primeros asombros de la especulación filosófica: la curiosa relación que se entabla entre sujeto y objeto; relación harto particular en cuanto se la piensa con el debido detenimiento y que Cortázar lleva a su plenitud en la que, probablemente, sea su obra más lograda, la nouvelle “El perseguidor”, en donde pone en boca del conmovedor Johnny Carter: “Tienes el pan ahí, sobre el mantel –dice Johnny mirando el aire-. Es una cosa sólida, no se puede negar, con un color bellísimo, un perfume. Algo que no soy yo, algo distinto, fuera de mí. Pero si lo toco, si estiro los dedos y lo agarro, entonces hay algo que cambia, ¿no te parece? El pan está fuera de mí, pero lo toco con los dedos, lo siento, siento que eso es el mundo, pero si yo puedo tocarlo y sentirlo, entonces no se puede decir realmente que sea otra cosa, o ¿tú crees que se puede decir?” Adán cierra los ojos –oclusión de carácter místico, ensimismamiento- y el mundo circundante (la pipa, la rosa, la granada) desaparece, un mundo diverso, y estrictamente vinculado a la mundanidad heideggeriana, que lo distrae, lo descentra de la unidad gozosa de ojos cerrados, donde el sujeto, paradójicamente, se desprende de sí porque se vuelve hacia sí, un trayecto ya anticipado en Descenso y ascenso… Pero, por otra parte, en esa reflexión de ojos cerrados, la rosa que se recorta es la rosa platónica, aquella que en el poema borgeano es la joven flor platónica, / la ardiente y ciega rosa que no canto, / la rosa inalcanzable; una rosa que, a diferencia del humano destino, no será polvo del tiempo sino atributo de la eternidad (en el caso en que se pudiera concebir la improbable eternidad como una suma de atributos). Es esta flor platónica, desprendida de su sucedánea terrestre (que está entregada sin remedio a su deshojadura, a su marchitamiento, a su condición efímera), con la que el ser ansía identificarse y hacia la que tiende, eternidad que tanto Adán Buenosayres como Marechal fincan en la trascendencia, y ésta, a su vez, se alcanza en la medida en que el hombre de carne y hueso (el sí mismo, hecho de tiempo y de fugacidad) se desprende de sí para ser Otro. El Otro: quien deserta de la mundanidad que lo distrae para concentrarse en la intimidad que lo re-une.
La ilusoria esperanza de Adán Buenosayres (alma) es, para volver a la sentencia de san Isidoro, la que materializa su caída: encontrar en la creatura la satisfecha y satisfactoria unidad que sólo puede hallar en el artífice. Aquello que Adán percibe a primera vista en Solveig Amundsen es la encarnación del splendor formae de los escolásticos, pero la propia Solveig no deja de ser otro de los nombres de la caída, en tanto que el alma vuelve a sumergirse en el “río engañoso de las criaturas”, creatura y creador vuelven a confundirse hasta la indiferenciación. El alma “olvidó su forma para tomar la forma de lo que amaba”: esta fusión identificativa es la que fatalmente la extravía. En procura de la unidad deja de ver en “el otro” la radical alteridad que “el otro” supone, “el otro” es quien es por ser distinto al “uno”; al fundirse (fusión que ninguna relación guarda con la congregación, con la reunión), pues, el “uno” se pierde como “uno”, se indiferencia. La criatura se deja ver a partir de una característica: esconde su esencia y manifiesta su apariencia. El alma, fascinada por el splendor formae de la criatura, se encarga de configurar una esencia que es, en mayor medida, una construcción del alma que una cualidad inherente a la criatura. La pregunta central de Adán Buenosayres respecto de Solveig (“¿qué cosa era lo que yo veía en Aquella y lo que ignoraban los otros?”) es la que acelera el descenso del alma, puesto que cree ver en la creatura una “causa en sí” y no un sucedáneo de la Causa Primera, busca en el otro sucedáneo aquello que aspira hallar en el Otro esencial. No en vano Marechal admite como “’necesaria’ la muerte de aquella Solveig terrenal, el héroe construye sobre sus despojos a la Solveig celeste; y esa transmutación se describe en el Cuaderno de Tapas Azules, cuya filiación ha de buscarse, precisamente, en la Vita Nuova del maestro florentino” (Palabras con Leopoldo Marechal, ob. cit., p. 111).
En el ya mencionado capítulo I del Libro Quinto, puede leerse que el poema se edifica “con imágenes que no guardan entre sí ninguna ilación”, se escribe “para vencer al Tiempo, manifestado en la triste sucesión de las cosas”, el poema reúne “en una imagen dos formas demasiado lejanas entre sí”, su fin es derrotar el “Espacio y la lejanía, de modo tal que lo distante se reúna en la unidad gozosa” del poema. Así, el poema es un vehículo de la trascendencia merced a que su esplendor de formas (ya que no formal) se inscribe en la eternidad liberándose del yugo del Tiempo, en su interior se realiza, al fin, la unidad gozosa que persiguen Adán Buenosayres y Leopoldo Marechal. Cabe señalar que otro escritor cristiano, cuya obra poética y novelística es luminosa pese a sus aparentes oscuridades, el ya mencionado José Lezama Lima, se expresa en términos similares: “Para mí, el hombre no es un ser para la muerte, sino para la resurrección. El poeta es el que crea la nueva causalidad de la resurrección. La poesía vence a la muerte” (Diarios, Ediciones Unión, La Habana, 2010; véase “Apéndice”: Asedio a Lezama Lima, ob. cit., p. 159).
Al concluir el Libro Cuarto del Adán…, el excesivo y filosófico Samuel Tesler exclama: “¡Noumenos!” Se puede abordar el término nóumeno en el sentido clásico que prevalece en Platón: “aquello que es pensado”, “las cosas que son pensadas”, el mundo inteligible opuesto al mundo sensible (o de los fenómenos). Pero el sentido que acaso más le convenga al universo de Marechal es el kantiano: el nóumeno es el límite de nuestro razonamiento, “lo que no es objeto de nuestra intuición sensible”, aquello a partir de lo cual no se puede ir más allá; hay que tener presente que la premisa fundamental del idealismo alemán es que “la realidad es incognoscible: sólo conozco de ella la imagen deformante que mi limitada percepción me da”. La percepción del universo problemático que lleva en sí y que está fuera de sí lo impulsa a Samuel Tesler a la exclamación “¡Noumenos!”, a ese límite infranqueable de la razón razonante o bien destinado a una intuición metafísica o suprasensible de la que el sujeto está desprovisto. Adán Buenosayres apostará a la razón poética, concepto que puede parecer vagaroso, pero sobre el que María Zambrano construyó una brillante trayectoria filosófica; como ella misma se encargaría de enunciar de modo inmejorable: propio de la filosofía es la pregunta, la respuesta habita en la razón poética. Samuel Tesler no termina de aprehender la resignada conclusión de Kant: hasta la razón tiene sus límites, esto es lo que comprende Adán Buenosayres en el interior de un esplendente rayo de intuición (el rayo heraclíteo): el poema.
El dominico, teólogo y místico alemán Meister Eckhardt (c.1260-c.1328) enumera tres obstáculos que impiden la trascendencia: el tiempo, la corporalidad y la multiplicidad. En el ya mencionado volumen que compila los diálogos radiales mantenidos entre D. J. Vogelmann y Héctor Álvarez Murena (ob. cit., p. 96), ambos interlocutores señalan con agudeza que en realidad las tres inhibiciones enumeradas por Eckhardt se pueden subsumir en una sola: el tiempo. El poema, la escritura, es aquello que restituye al ser el aliento de eternidad, ese que ha perdido a partir de su inevitable caída: hipérbole que suelen utilizar las religiones monoteístas para aludir a la fragilidad de la condición humana.