Antes de la caída del Muro de Berlín y de la ola de iconoclastia posterior que derribó sus colosales estatuas y retiró sus severos bustos de todos los parques e instituciones de la Europa oriental; en la occidental, no pasaba semana sin que su imagen se estampase en alguna publicación; incluso, no era extraño encontrárselo en casa de cualquier amigo, como si fuese el santo protector del hogar; peculiaridades de aquellos días cuando titularse comunista quedaba de buen tono en determinados círculos; ahora, ya ven, los jóvenes ni tan siquiera son capaces de conjugar su rostro con su nombre; ocioso resulta añadir que desconocen sus títulos capitales como ¿Qué hacer? (1902), Materialismo y empiriocriticismo (1908) o El Estado y la revolución (1917). Por mi parte, antes de leer alguna documentación para municionar estas líneas, lo consideraba un hombre más bien bufetesco, estampa quizá acendrada por la imagen que nos legó Elias Canetti en sus memorias cuando, siendo niño, se le quedó grabada su rotunda calva al verlo sentado ante el velador de un café de Ginebra leyendo un periódico. Curiosa percepción mía, opuesta en todo a la propaganda soviética que siempre nos lo mostró en filmaciones y en monumentales óleos arengando arrebatadamente a las masas sobre el porvenir que estaban conquistando. Y ninguna de estas láminas sería su mejor retrato; pues Lenin, como miembro de aquella casta peculiar de conspiradores, que alteraron el s. XIX de principio a fin, se pasó la vida en una destartalada trashumancia de exiliado y siempre con un pie en el estribo del tren, para exponer sus ideas o para disputarle la jefatura a otra facción opuesta en los sucesivos cónclaves, tenidas y congresos que el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, en su itinerancia clandestina, celebró por las distintas ciudades europeas, hasta que fundó, en marzo de 1918, aposentado ya en el Kremlin, el Partido Comunista.
Pero casi nada de cuanto abundantemente había escrito y, sobre todo, imaginado, se cumplió; ni tan siquiera su esperanza en la sublevación del proletariado europeo, hastiado por la Gran Guerra; solo en Hungría y en Alemania brotaron efímeras revoluciones con gobiernos al modo soviético; aunque todas fueron sofocadas a balazos entre noviembre de 1918 y la primavera de 1919. De modo que, aun cuando la inmensa Rusia se acabase de convertir en la URSS y se hallase a punto de concluir su guerra civil en 1923, un conflicto tan intrincado y devastador, y con participación de tantos adversarios —internos y externos— que todavía sorprende la tortuosa victoria del Ejercito Rojo de Troski, su Partido Comunista ya no era el guía del nuevo proletariado de la nación, ni mucho menos quien recogía sus aspiraciones en los sóviets, sino una férrea organización que recelaba, después de tanta sangre vertida y de tanta crueldad y renuncio, de quienes expresasen cualquier duda o renuencia ante sus directrices en aquellas asambleas de obreros y campesinos y hasta en cualquier otro ámbito público. Lenin tenía, como alguna vez expresó con amargo desengaño, ante sí una dictadura, pero en absoluto “del proletariado”, como proclamaban todos los lemas, sino de aquel partido. ¿Y qué era aquel partido?
El tropel de feroces acontecimientos lo había distanciado de cualquier otro propósito que no fuera la estricta vigilancia de su extenuante victoria sobre aquella inmensa extensión de tierras y pueblos, y sus integrantes, encallecidos por ocho años de combates —tres en la Mundial y cinco en la civil—, lo menos apto para fundar una nueva sociedad cuyos logros deberían contagiarse allende de cualquier frontera como modelo de liberación del género humano de las esclavitudes a las que lo había sometido el trascurso de la historia. Si como primera y vergonzosa muestra de esta tara, Lenin y su partido hubieron de adoptar la Nueva Economía Política, permitiendo el “alienante” libre comercio interno y la “opresora” pequeña propiedad privada para que aquel gigantesco país, poco a poco, pudiera alimentarse y, si me apuran, hasta respirar. Su triunfo había sepultado, bajo sus descomunales escombros, sus ideales, demostrándole, en el envite, que la Historia ni se acercaba a aquella ciencia objetiva en la que había creído tan vehementemente.
Eso sí; su victoria no difundió esta acerba frustración, sino su sueño anterior de ensalzar a los desheredados. Y decenas de miles de hombres, durante el resto del siglo y por doquier, entregaron sus vidas y arrebataron millones más para alcanzarlo, y lo que todavía resulta del todo paradójico: su modelo de partido, piramidal y obediente hasta la abyección, fue imitado por el resto de estas instituciones en el mundo —incluso por las más conservadoras— hasta convertirse en su antonomasia; en cuanto a los ideales… Ah; eso era mera literatura persuasiva y, además, más allá del estricto catecismo autorizado, solo alimentaba enojosas discusiones y enconadas rivalidades; o dicho al modo leninista: el pernicioso revisionismo.
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