No bien habíamos intercambiado unas cuantas frases más entre bromas —fellinianas, claro—, surgió él, porque aquella mujer había trabajado también durante el rodaje de Splendor (1989), de Ettore Scola, en no recuerdo ya qué cuestión técnica. A partir de la mención —o si prefieren de la común devoción por Mastroianni— me desentendí del festival novelístico y de sus comidillas petulantes y me incorporé a aquella troupe. Si se preguntan cuál era mi papel en sus quehaceres reporteriles: muy sencillo; enseñarles las distintas suertes del toreo con el mantel de cualquiera de las casas de comidas donde nos repantigábamos a beber y a parlotear, claro está, del milagro de vivir; o sea, del mundo según Marcello Mastroianni.
Y ahora recuerdo todo esto porque este año, allá para finales de septiembre, se cumplirá el centenario de su nacimiento en Fontana de Liri, un pueblín montañés del Lacio, aunque se crio, como hijo de emigrantes, en Turín y, luego, en Roma, donde tentó sus primeras interpretaciones en el teatro parroquial. Sí; porque Mastroianni, desde muy pronto, quiso ser cómico; algo insólito para cualquier jovencito de la época bajo aquel fascismo operístico. En efecto; a Marcello Mastroianni jamás le atrajo convertirse en héroe de la patria, ni en gran preboste de nada, ni tan siquiera en aplaudido futbolista, por más que Italia fuese campeona del mundo en aquel 1934 y repitiese en 1938; él optó, desde muy joven, por ser actor; o lo que es lo mismo: por simular la vida para divertimento del común. Después le cayó encima la guerra, un campo de concentración y un mes escondido en un desván de Venecia a base de sardinas en lata, antes de regresar a Roma para convertirse en aparejador e ingresar en una dependencia estatal a trazar mapas y desniveles. Pero en Roma también había un teatro universitario donde lo descubrirá Visconti —cuánto le debemos a su intuición y magisterio, cuánto…— que lo introdujo en la compañía de Rina Morelli y Paolo Stoppa, con la que estaba revolucionando la escena italiana, y no para un papel cualquiera sino para encarnar a Stanley Kowalski en Un tranvía llamado deseo (1948), de Tennessee Williams, entre un Arthur Miller, un Shakespeare y hasta un Goldoni. Y, al compás, sus primeras interpretaciones “con diálogo” en Cinecittà. Si bien no será y de nuevo por obra de Visconti hasta Las noches blancas (1957), cuando se despoje de la gorra de taxista, de la camiseta y del guardapolvos, para comenzar a conmover a las butacas de los cines. En seguida llegará Rufufú (1958), de Mario Monicelli, y El bello Antonio (1960), de Mauro Bolognini, y, claro es, esa película siempre memorable y de rodaje tan inacabable como incierto: La dolce vita (1960), de Federico Fellini; en sus propias palabras “el más bello período no solo en mi vida como actor, sino también como hombre”, porque trabajar con Fellini nunca se le antojó acudir a una filmación sino a una asombrosa “fiesta sin fin”.
De su amistad y sus colaboraciones (Ocho y medio [1963], Roma [1971], La ciudad de las mujeres [1980], Ginger y Fred [1986] y hasta La entrevista [1987], donde ambos se representan —si cabe tal cosa en ese film portentoso— a sí mismos) habrán leído páginas y más páginas, porque se convirtió en fraternal, única, prodigiosa, aun cuando ni siquiera fuese con el director con quien más actuó; por ejemplo, con Scola y Ferreri lo hizo en siete ocasiones, y con De Sica y Monicelli, también en cuatro; sin embargo, el dúo Fellini-Mastroianni, a partir de aquel Marcello Rubini, varado para siempre en mitad de Via Veneto con un pitillo en la mano, constituyó toda una leyenda y, sobre todo, una lección de neta humanidad que volveremos a encontrar en cada una de sus interpretaciones para compadecernos, una y otra vez, de nuestra torpe condición mortal, tan llena de desengañadas aspiraciones.
Sí; porque la gran virtud, la más genuina e irrepetible, de Marcello Mastroianni es transformar cada una de sus interpretaciones en nuestro espejo más íntimo y secreto; da lo mismo cualquiera que escojan, en todas nos devuelve nuestro yo más patético batido por la barahúnda y la indiferencia de la circunstancia. Aun cuando, de pronto, su mirada emita un chispazo de ilusión —por falso y apurado que sea— para seguir respirando; ese es el Mastroiani único, irrepetible; el más singular de cuantos actores se hayan enfrentado a una cámara no importa encarnando qué personaje de los más de ciento cincuenta que revivió. Pero si me preguntasen cual es mi papel preferido, amén de aquel Marcello Rubini abofeteado por la hipocresía de la gran ciudad, siempre e incluso por encima de los muy elogiados Gabriele de Una jornada particular (1977) o del Romano de Los ojos negros (1987), me quedo con el decrépito Giacomo Casanova de La noche de Varennes (1982), contemplador resignado, durante su postrer viaje hacia la inhóspita Alemania, no solo del desvanecimiento de su leyenda de libertino infatigable sino hasta de su mundo de suntuosas cortesías, bajo el vendaval inclemente y desgreñado de la historia.
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