La primera imagen que conservo en la memoria de un espejo es la del que había en el dormitorio de mis abuelos maternos en la casa de mi infancia. Aquella habitación estaba al fondo de un pasillo y el espejo que se veía desde éste cuando la puerta permanecía abierta se hallaba asimismo al fondo de esa habitación. Como era previsible, aquel espejo me inspiraba terror, pero solo de noche, es decir que se trataba de un terror por horas como el que me producía todo aquel cuarto en el que las patas curvas de los muebles de madera vieja y de un rechoncho estilo isabelino aprovechaban las sombras y las penumbras para fingirse extremidades de animales mitológicos.
Probablemente la silueta fantasmal que yo veía moverse en aquel recuadro de cristal picado por los traslados y los años no era otra que la mía. Durante el resto de la jornada, y con la luz de la mañana o de la tarde, el hechizo se volatilizaba de tal modo que yo entraba y salía de aquella habitación con la mayor naturalidad. Me he acordado de esa imagen inquietante leyendo El libro de oro de los espejos mágicos, un impagable ensayo de Álvaro Bermejo dedicado a ese artefacto que en la época de Velázquez era un signo de lujo y de ostentación como lo indica el azogue que refleja, al fondo del lienzo de Las Meninas, a los reyes Felipe IV y Mariana de Austria no se sabe si entrando en la sesión de pintura o posando para el pintor. Los espejos han estado siempre unidos a la duda, al enigma, al misterio borroso. Según Bermejo, al prodigio, a la superstición, a la brujería, al maleficio y al saber hermético cuando no al demonio mismo. Y a esa inquietante naturaleza ambigua se refería Adolfo Bioy Casares cuando rememoraba la placentera fascinación que de niño le despertaba el espejo veneciano y tridimensional del vestidor de su madre, un bello recuerdo que su amigo Borges había interpretado, sin embargo, en el relato de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius como la evocación de una experiencia atroz.
A Bioy Casares el nulo pánico que le inspiró ese espejo del ropero materno le llevó a sospechar que no era tan imaginativo como se creía por escribir historias del género fantástico. Y a uno esa reflexión le lleva a la certeza de que a los adultos los espejos dejan de decirnos lo que nos susurraron en la niñez porque hemos perdido el infierno y el paraíso de ésta, o sea, el tesoro de la imaginación. Un tesoro que recuperamos de tarde en tarde cuando contemplamos al “Hombre mirándose la nuca” en el cuadro de Magritte y ante un cristal que no lo refleja de frente sino de espaldas o cuando leemos un libro como éste en el que Álvaro Bermejo nos habla con total familiaridad, como si nunca hubiera abandonado el Edén o el Averno infantiles, de la magia de la multiplicación “especular”.
Por esas encantadas y encantadoras páginas desfilan magos y filósofos, eruditos y nigromantes. Desfilan el espejito mágico de la Reina Malvada de “Blancanieves” y el que cruzó la Alicia de Lewis Carroll en la novela que sigue a la de su viaje al “país de las maravillas”. Desfilan los vampiros que no se reflejan en los espejos y Narciso haciéndose “el primer selfi” del que tenemos noticia. Desfila el Rilke que en “Los sonetos a Orfeo” se fascina con los espejos en los que ve los más elocuentes símbolos de la impenetrabilidad y desfila también el Rilke de “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge” en cuyos espejos ve, por el contrario, una oportunidad para acceder a nuestra cara más oculta. Como desfila el Hermann Hesse que en “El lobo estepario” describe un teatro de espejos que no le devuelven al héroe una tranquilizadora imagen de sí mismo.
En el tiempo en el que el ser humano se miraba en las aguas de los ríos o de los pozos y en los que los amagos especulares de bronce, cobre o plata le devolvían una imagen distorsionada de su rostro, no podía saber cómo le veían los otros y a la vez debía fiarse de la imagen que esos otros le daban de sí mismo. El espejo rompe esa paradoja. Nos enseña a conocernos y a conocer a los demás, a mirarnos todos en los azogues cóncavos del Callejón del Gato valleinclanesco. Nos devuelve esa primera mirada a un oscuro dormitorio que se halla al fondo de un pasillo de la niñez y que me pareció reconocer en unas líneas del relato en el Borges convierte en personaje a su amigo Bioy Casares: “Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso.”
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