Los ocho cuentos que integran el presente volumen de Luis Benítez son, de modo inequívoco, cuentos de humor; por ello, el lector atento o el crítico escrupuloso no puede menos que reflexionar (al cabo, un crítico no es más -ni menos- que un lector autorreflexivo) en torno a tan particular materia: qué es el humor. Dentro de la vasta esfera de aquello que bien se podría calificar como "lo cómico", es legítimo diferenciar el chiste y el humor. El chiste, acaso en mayor medida que el humor, necesita de un tercero; en el chiste hay, en principio, tres presencias: el que cuenta el chiste, el objeto del chiste y aquel a quien el chiste se dirige y que lo sanciona como tal con una reacción: la risa. En célebre libro, Freud define al humor como "lo más sublime que habita al sujeto", en tanto que, a diferencia del chiste, el humor es un modo de respuesta frente a las penalidades y designios del diario vivir. En efecto, tanto el chiste como el humor quedan sancionados por la risa de aquel a quien están dirigidos, pero, en el caso del humor, se verifica una instancia adicional: la reflexión que le sucede al estallido risueño, la lenta rumia que le sigue a la hilaridad, la cabal o indeterminada conciencia de que detrás de la humorada se revela bastante más que una muestra de ingenio o de gracia; ese plus es un exorcismo que puede tomar las formas de la distopía, la anticipación o el insobornable espejo sobre el que se reflejan las pequeñas o grandes miserias, los temores más solapados o las tendencias más veladas de un sujeto. En la escena del humor, después de que prorrumpe el alborozo, en el rostro se dibuja una sonrisa resignada. Conviene recordar que para el movimiento surrealista, tal como lo señala de modo ponderable el poeta argentino Aldo Pellegrini en su ya clásica Antología de la poesía surrealista, el humor "es la manifestación más neta del disconformismo", es el instrumento merced al cual se mediatiza "la protesta contra el orden convencional" y su acción resulta indiscutiblemente corrosiva. Aquello que el humor corroe son las costuras de la máscara y es el que le anuncia a propios y extraños que el rey se encuentra, irremisiblemente y a ojos vista, desnudo. No es azaroso que los totalitarismos no toleren el humor. Un caracterizado ejemplo entre cientos y cientos que se podrían traer a colación: Milan Kundera fue incluido en las listas negras de Checoslovaquia con motivo de un texto que satirizaba la naturaleza y los alcances de la invasión soviética; el título de la novela: La broma (1967). Los ocho cuentos de Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos no se reducen a la categoría del chiste, sino que componen una acendrada muestra de humor de primera mano, y varios de ellos ("Chicago, 1938"; "Para aplastar al feminismo"; "Mi primer y último discurso al ingresar a la Academia"; "Cómo triunfar en el mundo de las letras") podrían figurar en la antología más rigurosa y exigente del género en la medida en que se puede verificar una estructura casi constante en la mayoría de ellos: la prolija inversión del lugar común y la correspondiente consecuencia de tal operatoria: el destrozo de cuanto pueda ser previsible y probable. Sin apartarse un ápice de los preceptos y los modos del género gangsteril, "Chicago, 1938" se sostiene en una conversación entre dos mafiosos cuya fuente de pingües ganancias es un negocio de lencería. O el desafortunado sino del escritor de "Cómo triunfar en el mundo de las letras" a quien le es arrebatado el premio de un concurso literario por haber olvidado el seudónimo con el que presentó su obra. Alguna vez se dijo, y luego se reiteró ad libitum, que a partir de una misma historia se podía desarrollar indistintamente una comedia o una tragedia, basta con la sabia dosificación, en cada caso, de matices, tonos y acentos. Woody Allen lo probó en su memorable, aunque injustamente soslayada, Melinda and Melinda (Estados Unidos, 2004). Los ocho cuentos de Se acaba el mundo… son una cabal demostración de tal aserto. El registro de humor que campea a lo largo de todo el libro es el del humor al pie del patíbulo. En su siempre discutida y discutible biografía de Kafka, publicada en 1937, Max Brod refiere una curiosa anécdota: cuando, en rueda de amigos (Brod, entre ellos), Kafka leía fragmentos de El proceso, todos, incluido el autor, reían a mandíbula batiente. Al lector de Kafka se lo ha persuadido, sin otorgarle el mínimo margen para la excepción, que el universo kafkiano es angustiante y que no hay allí espacio siquiera para un rictus de sonrisa. Por el contrario, los amigos contemporáneos de Kafka juzgaban El proceso como una muestra exquisita del humor grotesco, negro o ácido en extremo. Vale decir: el humor al pie del patíbulo que singulariza la inflexión de Se acaba el mundo… Al cabo, qué otra cosa es el legítimo humor sino el último refugio de la desesperación. Y, paradójicamente, es este connubio con la desesperación el que permite que el humor rebose de sentido. "Para aplastar al feminismo" plantea con finísima ironía un retorno a las épocas despóticas y patriarcales, es más que suficiente con contemplar el avance de los distintos -pero siempre idénticos a sí mismos- conservadorismos a lo largo del mundo para advertir que esos tiempos aciagos no están muy lejos, si es que ya no han llegado. Por tanto, y parafraseando el imperecedero villancico secular de Juan del Encina: "Hoy riamos y bebamos, / que mañana…". Puedes comprar el libro en:
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