De ese cable que se dobla tras cada pisada, para afrontar de frente al tiempo ya vivido. A la realidad. A nuestra vida. Vida teñida de destellos de certezas e incertidumbres. Y, con todo ello, fundar el mundo. Descubrir el edén de los sueños donde nada es lo que parece. Atribuir al universo el don de la desdicha cual reflejo de espejos que juegan al despiste. Ahí es donde place y yace este particular “ser de lejanías” titulado Los espejos nocturnos, en el que Ángel Antonio Herrera ha reunido su obra poética. Un compendio de cierres y letanías: «Un día mejor, amé en el sur, tuve padre, dije paraíso». Poesía de ida y vuelta. Poesía que viaja de la madurez a la juventud. De la experiencia a la inocencia, porque ese es el camino que el autor ha querido darle a su obra. La del sentido inverso. La de aquella que recoge la seguridad que va camino de una inseguridad que no es tal. De la noche al día. Como decía Pessoa: «Vivir es ser otro», y aquí Herrera es un ejemplo de ello, pues al atravesar los confines de la vida real, para situarse en la dialéctica de la poesía, nos invita a la trastienda de los sentidos ocultos del arte, por estar éstos refugiados tras las apariencias más próximas al alma. Cuevas de profundidades sin explorar que el poeta nos muestra con el temple de imágenes cultas y contrapuestas. Imágenes originales que buscan el ritmo del poema desde su propia voz, muchas veces atormentada: «Aún no sé qué violín de aguas agrias nos envenena el consuelo», como son los versos que componen El piano del pirómano. Poemas barrocos, directos y con un punto salvaje. Furia de fieras, pumas y leopardos. Animales nocturnos que reivindican la noche sin tapujos ni miedos. Desencuentros en el éxtasis de la palabra: «Sé, y no sé, que respiro eternidad acaso en el último engaño de la alegría».
Hay una constante vuelta al pasado en sus versos. A referenciar el olvido. A observar y meditar la vida desde el acecho de una muerte siempre presente. Águilas de tormento que sobreviven a los recuerdos de aquellos días donde la dicha era ser testigo de una sonrisa: «La belleza de la lluvia y la belleza del desmayo./ Las lunas que perdí por mírate […] El sueño sucesivo en el que aún despierta mi padre.», como nos recuerda el autor en el poema Clepsidra de su poemario Los motivos del salvaje. Dioses de ausencias. Epigramas de un silencio que se oculta tras la sombras. Yacimientos de ti y de mí. Poemas de regreso a la casa que uno pertenece: «Más patria agolpo en el luto que en el lirio./ Sé que lleva parentesco de cuchillo mi tristeza,/ que mata el día, porque me añoro estrella,/ y que me duele agosto, porque soy el tiempo». Aquí, el poema es igual a la música, una sinfonía de palabras que buscan el ritmo dentro de una melodía con vocación de única. Melodía que nos habla del tiempo. ¿Qué es el tiempo? Acaso la distancia de los años. Quizá la búsqueda del amor en la herrumbre de un verso. O el prolongado letargo de toda una vida…
Tiempo también de veranos. De mulatas. De La Habana, el ron, y el mestizaje. Tiempo que camina entre la neblina del pasado, la pasión de los cuerpos que ya nunca volverán, y esa melancolía entre pícara y acróbata por lo que tiene de disimulo y sentencia: «Quiere decirse que también me doy a vivir en soledad suicida del enamorado y así/ le recito al ron en tristes términos o reparto tu nombre por los puentes y siempre/ el corazón a mí regresa gravemente ensimismado, el ciego corazón portuario que vengo arrastrando con algún linaje parecido al trueno», como Herrera expresa en el poemario Donde la diablas bailan boleros, una suerte de salmo continuado de vivencias, añoranzas, infancia y recuerdos taimados por el rumbo de una vida que va y viene, va y viene, simulando un acordeón infinito. Acordeón de amores que se perpetúan en la juventud. En el inicio de la derrota que todo amor conlleva. En la plenitud de ese cuerpo y esa caricia que ya nunca más volverán, porque se fueron con el infierno de los días tristes y solitarios. Días de soledades perpetuas, por insondables, como así lo atestigua el poeta en sus obras más tempranas. Luz y taquígrafos de soledades y despechos. Muertes y dicha. Vida y su olvido.
Y, acompañando a este ser de letanías, la intensidad de las ilustraciones de Ciria. Rebeldes, salvajes, y coloridas, entre las que se entremezclan manos que se juntan. Almanaques en forma de mini cuadros. Carteles que no anuncian nada por no pertenecer más que al mundo de los otros. A una pléyade de caras humanas, robóticas; a letras que a su antojo aparecen y desaparecen entre nubes de colores petrificadas por caprichosos brochazos que esconden aquello que los demás debemos adivinar. Unos y otros buscan y huyen, aunque acaben encontrándose. Todos, como un conjunto de destellos de certezas e incertidumbres.
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