Es preferible cronificar que intentar curar del todo y fracasar. El presidente del gobierno parece empeñado, sin embargo, en pasar a la historia como el político español que acabó con el problema del separatismo en Cataluña; y por muy buenas y puras que sean sus intenciones –vamos a suponer, piadosamente, que aferrarse al sillón no es su primordial objetivo- a algunos, a muchos la camisa se nos aleja de la piel a la velocidad de la luz y los dedos (estos mismos fieles dedos con los que tecleamos) se nos antojan huéspedes, al pensar en las catastróficas consecuencias de tantas plegarias atendidas de las que nos da buena cuenta la santa madre historia. Lo primero que habría que considerar en relación con una amnistía, aunque se presente travestida de “Drag-queen de la Concordia” y venga con otro nombre al carnaval, es que tiene muy difícil encaje constitucional y pone en riesgo nuestro estado de derecho y nuestra convivencia. Al contrario de lo que mucha gente cree, no vivimos en una democracia. Menos mal. Vivimos, y así debería seguir siendo, en una democracia liberal. De Montesquieu a Sartori, pasando por Tocqueville y Stuart Mill, para evitar los males de los excesos democráticos, la tradición liberal establece que primero es la ley y la separación de poderes. La democracia se circunscribe a la forma de organizar la representación popular y el control del ejecutivo más compatible con un régimen que quiera alejarse de la tiranía y preservar las libertades individuales; porque ellas son, en realidad, el tocino y la carne del cocido. Pero en el momento en que una mayoría, para constituirse como tal, decide quién está o no en la cárcel y qué ley se aplica efectivamente, el estado de derecho entra en coma.
Supongo que mis lectores habituales –sí… me gusta creer que tengo unos cuantos- esperan encontrar siempre alguna referencia literaria en mis artículos para Todo Literatura, y no quisiera defraudarlos. El asunto de la ley, su posible arbitrariedad o su absurda aplicación en una sociedad real o ficticia, constituye un motivo literario que se ha plasmado en logros magníficos a lo largo de la historia; desde la Antígona de Sófocles hasta las distopías orwellianas, pasando por la fascinante Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, o El proceso de Kafka. De esas obras, de tan diversa inspiración y propósito moral o estético, cabría sin embargo extraer un único y nítido corolario: si las reglas de juego no están claras o no se aplican con racional equidad, no hay orden social aceptable o benigno que pueda mantenerse incólume. El deterioro de las instituciones, la crisis de los valores que las sustentan y la manipulación interesada de la justicia conducen a la anomia –concepto desarrollado por Durkheim- y en última instancia al caos y a la descomposición social.
Por otra parte, intentar solucionar de una vez por todas el problema del separatismo catalán implica ignorar el freudiano principio de realidad. El problema catalán no tiene solución. No la tiene, ni la tendrá, en el transcurso de varias generaciones, ya que no es un asunto que se manifieste o se dirima en el ámbito de lo racional (con todas las reservas que el término “racional” conlleva en una perspectiva epistemológica) sino en el de lo puramente emocional. Se basa en un relato, transmitido por las familias, que amalgama historia y fantasías romántico-patrióticas. Esa clase de embelecos son muy difíciles de contrarrestar o eliminar. Resultan impermeables a la argumentación e incluso a la evidencia más sólida. Sin embargo, esta situación no debería preocuparnos en exceso. Todas las naciones de Europa tienen problemas crónicos con los que conviven, y utilizan los paliativos disponibles para mitigar sus efectos. La fractura norte-sur y la mafia en Italia, el resurgimiento de la extrema derecha en Alemania, las bolsas de marginalidad y la falta de integración de inmigrantes de cuarta o quinta generación en Francia…
En nuestro caso, después de la intentona golpista de 2017 y tras los disturbios violentos que asolaron Barcelona, lo cierto es que la aplicación del 155 por parte del gobierno de Rajoy con el respaldo del PSOE puede considerarse un éxito rotundo. El apoyo internacional y europeo a los secesionistas es prácticamente nulo, la base electoral del separatismo ha menguado y los culpables han cumplido penas de presidio o se han visto forzados a exiliarse. Por supuesto –insistimos- esto no soluciona el problema definitivamente, pero es un estupendo jarabe para combatir los síntomas. Y no hay otro mejor en la farmacia. El nacionalismo catalán se retroalimenta continuamente con su mitología victimista y no vislumbramos un final cercano para su bucle melancólico. Se ha escrito ya mucho y muy bien sobre todo esto como para insistir demasiado en un diagnóstico que conocemos de sobra. Hay que dialogar con los separatistas, claro. Siempre hay que dejar una puerta abierta a la razón y al entendimiento, pero es ingenuo albergar la menor esperanza de persuadirlos mediante la retórica o el consenso. Su “reivindicación histórica” es necesariamente maximalista, porque cualquier otro planteamiento socavaría la base emocional y utópica (más bien quimérica) de su discurso. Seamos realistas y aceptemos que no podemos eliminar del todo esta enfermedad. Podemos cronificarla. Ahora bien, si mediante una amnistía, extemporánea y jurídicamente problemática –como mínimo-, eliminamos el principio activo de la única medicación que funciona, el futuro que nos espera es tan poco prometedor como el de Steve Jobs cuando renunció a la solución quirúrgica y al subsiguiente tratamiento que le recomendaban sus médicos. Quería curarse del todo, con medicina natural y alternativa. Eso fue lo que lo mató.
La opinión de que debe aplicarse la ley, con todas las consecuencias, a quien trate de vulnerar o conculcar -recurriendo incluso a la violencia en las calles, conviene recordarlo- el orden constitucional, es compartida no únicamente por la base social y electoral de la derecha, sino también por muchos de quienes nos sentimos próximos, con más o menos intensidad, con mayor o menor grado de compromiso, a una corriente política socialdemócrata o de centro izquierda.
El separatismo catalán ha quemado ya su cartucho más potente y ha fracasado. Intentaron imponer sus deseos saltándose la ley y alentando algaradas callejeras. En Cataluña reside un alto porcentaje de familias con origen en otras regiones españolas y, cada vez más, en otros países. No es previsible que el apoyo social del nacionalismo radical aumente mucho. Pero si desarmamos al estado en aras de una imposible concordia, si les sale gratis la fiesta, cabe la posibilidad de que vuelvan a intentarlo en el futuro; acaso con mayor astucia o en una coyuntura internacional más favorable, o apoyados por alguna potencia antieuropea y hostil. No soy un nacionalista español; mi auténtica patria –algo parecido ha dicho hace poco mi admirado Luis Alberto de Cuenca- es, en todo caso, la civilización occidental. Hasta el punto de que incluso estaría dispuesto a tolerar la independencia de Cataluña si fuera realmente viable y no supusiera merma alguna para la integridad, la prosperidad y el peso internacional del país en el que vive mi hijo. Pero tales condiciones son imposibles, excepto en una visión psicótica y delirante, como probablemente lo sea la de los nacionalistas fanáticos. Al contrario de lo que creyeron algunos entusiastas freudianos, una cantidad enorme de diálogo y de análisis no puede curar una esquizofrenia. La medicación tampoco, pero sirve para controlarla.
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