En efecto, en ese quiasmo tan universal la poesía siempre ha mostrado un lado profético y, Antonio Enrique nos entrega un poemario de belleza inigualable, con una acentuada inquietud espiritual y una acrecentada preocupación por lo humano. Siempre, como lector de la poesía de Antonio Enrique, he percibido unos tintes de extrema sensualidad, fraseo riguroso y culto dentro de un conjunto sublime. Del mismo modo, que El Bosco a través de El jardín de las delicias representa el tema del camino de la vida en pintura, con el desafío de sortear los peligros hasta cruzar un puente ideal, el poeta granadino recorre ese carro de heno y en lo efímero y perecedero de lo terrenal asienta su lucha. Por cierto, cuadro que es imagen de portada del poemario. Una composición como “La muerte no tiene vergüenza” nos dice: “La muerte no tiene la última palabra./Una luna ancha, frontal./Voy a impactar la cara con ella...Nada permanece en la tierra/y menos aún bajo ella”.
En la máxima condensación de la imagen poética, el poeta explora temas esenciales como la vida, la muerte y la trascendencia al tiempo que nos invita a adentrarnos no sólo en un viaje lírico sino en un necesario itinerario reflexivo. ¿Almas navegantes o eternidad flotante o ambas cosas? Lo cierto es que el poeta nos sumerge en una atmósfera cargada de emociones y reflexiones sobre la existencia humana, con una carga metafórica de extraordinaria belleza y un lenguaje que adquiere a veces el sonido del gemido y, en otras ocasiones con el resplandor de las caricias del aire. Si se aborda la fragilidad de la vida, necesariamente discurre por la brevedad del tiempo y, de manera irremediable se detendrá en la inevitable mortalidad. Por esta razón, el quiasmo universal al que aludíamos es también el eje constructivo del poemario. A todas luces “mientras los vivos y los difuntos/vamos juntos” el laberinto nos va cercando o liberando (estrellas y mortajas, abismos y galaxias, locura y redención, cristal y plomo, silencio planetario y ruido del tiempo, la poquedad y la grandeza, la música con la luz y el alma frente a los renglones de la maldad, la calumnia y lo intenso, la lápida y la piel, la palabra y la salvación, el clamor y la sepultura, aunque con las referencias de la conciencia y de lo inteligente).
Por consiguiente, en un poemario -que por parámetros de excelencia literaria- debería recibir un reconocimiento inmediato y contundente, Los cementerios flotantes se convierten en símbolos de transitoriedad de la vida, donde los recuerdos y las experiencias pasadas se entrelazan con los anhelos y las esperanzas del presente y el futuro. No obstante, conviene recordar que la voluntad marca desde el principio unos fuegos fatuos con carácter imperativo. De esta suerte, el poema inicial, titulado precisamente “Los fuegos fatuos”, muestra un categórico inventario ilustrado en el uso imperativo (míralas, apresúrate, no hagas, recorre conmigo, no temas, cállate). José Sarria nos lo señala en su reseña “La iluminación poética de Antonio Enrique”, Revista TodoLiteratura, Abril, 2023: “El poemario se constituye y eleva en testamento de un visionario, un espía de dios, escrito en una noche de tránsitos, de iluminación, para revelarnos que la eternidad acampa en el reconocimiento de la identidad, de todo aquello que somos y de lo que subsistirá tras el breve éxodo vital: "estuvimos y estaremos".” Ciertamente en ese necesario reflexionar sobre la fugacidad de nuestra propia existencia y la importancia de vivir plenamente cada momento, se van incrustando una variedad temática y unos componentes emocionales que derivan desde la melancolía hasta la esperanza, pasando por la nostalgia y la aceptación de la muerte como parte natural de la vida, acaso como resultado irreversible. Los versos de Antonio Enrique nos llevan a un viaje introspectivo, donde exploramos nuestras propias inquietudes y reflexiones sobre la vida y la muerte, además de un permanente contemplar y buscar el significado en lo efímero, lo bello, lo humano. Quizá, estemos ante uno de los libros más genuinos por íntimos de Antonio Enrique. En cualquier caso, su estilo único y reconocible nos brinda una experiencia poética profunda y conmovedora. Por nuestra parte, igual que el poeta, nos reconocemos en una literatura abierta al placer de estar vivos.
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