No en vano la palabra reflexión deriva de reflejo, y especulación de espejo. Tras una cita de Cocteau – “Los espejos deberían reflexionar antes de reenviarnos nuestra imagen”-, su autor nos invita a un sugerente paseo por la historia abierto a una inmersión paralela en nuestro inconsciente colectivo.
¿Qué nos cuentan los espejos? Ya nos dice mucho que los hubiera en las edades primigenias, de piedra pulida, antes de que se forjaran los primeros de metal y finalmente los de vidrio. Todos con la misma función recién descubierta por las neurociencias y sus “neuronas espejo”. Conocernos a nosotros mismos, pero también ponernos en comunicación con nuestra parte oscura, o con los misterios que fulgen más allá de lo visible. En los viejos mitos, en las leyendas, en la memoria profunda del hombre.
“Tal vez el primer espejo fue un remanso de aguas estancadas en el que se miró el primer Sapiens y, al reconocerse, tuvo por primera vez conciencia de sí mismo”, sugiere Bermejo, y probablemente acierta. Si un espejo proyecta, no nuestra imagen real, sino nuestra imagen invertida, ocurre algo semejante con la sombra. Otra proyección especular a la que, en infinidad de culturas ancestrales, se le atribuye vida propia.
Bastaría este preámbulo para introducirnos en la literatura del escalofrío -fría como el azogue-, que ocupa la parte central del libro. Antes fueron los mitos griegos, forjadores de arquetipos en los que seguimos reconociéndonos. Perseo vence a las Gorgonas convirtiendo su escudo en un espejo donde se refractarán todos los héroes que vencen a sus antagonistas por medio de un artificio tecnológico. Sucede en el corolario de El Señor de los Anillos, cuando Bilbo Bolson destruye el abismal Ojo Único, oponiéndole otro espejo, el de Galadriel.
Narciso se enamora hasta la locura de su retrato en el agua, y así anticipa el pandémico narcisismo posmoderno. La civilización de la imagen padece una enfermedad terminal que Bermejo califica como el Síndrome de la Madrastra de Blancanieves. Imputamos a los adolescentes el extravío de malversar cinco horas diarias frente a los espejos negros de sus móviles. Todos lo somos, adolescentes, cada vez que multiplicamos hasta la paranoia nuestro perfil en redes sociales. “Espejito, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”. Responde Siri, nuestra asistente virtual. Un alma atrapada en el espejo, como los personajes aparentemente fantásticos que pueblan este volumen de lectura obligada para conjurar los ubicuos fantasmas del presente.
La maldición del espejo define una constante literaria desde la Edad Media al Siglo del Silicio. Ya no nos interesa tanto el valor científico de los espejos, por más que se extienda desde Pitágoras al telescopio Hubble. Tampoco los empleamos para comunicarnos con dioses y demonios, como se imputaba a las brujas de Tesalia -madres de la religión Wicca y de sus cultos a la Luna, por más que sigamos llamando “lunas” a los espejos-. Ni siquiera para cifrar mensajes vertiéndolos en los astros, como se dice que hacían reyes y emperadores de la talla de Alejandro, Moctezuma o Carlos V.
La magia de los espejos es vieja como el mundo. Recurrieron a ella hermeneutas como Nostradamus, charlatanes como Cagliostro, visionarios como Swedenborg. ¿Cuándo la convertimos solo en literatura? Por medio de una inteligente inversión, Bermejo restituye sus funciones a través de una selección de relatos captores de sentido. Recuperar del olvido libros matriciales como El lobo estepario, de Hermann Hesse; El doble, de Dostoievski; El Markheim de Poe, la Giulietta de Hoffmann, entre decenas de referencias condensadas en lo esencial, para hacer más eficaz su lectura, ¿A dónde conduce? Sin duda, a una cierta transfiguración de la mirada.
Vernos en ese espejo retrospectivo, en este retrovisor literario, ayuda mucho a entender la larga noche del alma que siguió al eclipse de Las mil y una noches. El terrorífico País de las Maravillas en que ha devenido aquel que holló Alicia, una vez que comenzó a refractarse en sus honduras el rostro ensangrentado de Bloody Mary.
En un tono irónico y autoirónico, Bermejo pondera su lección de tinieblas con las enseñanzas cifradas en espejos tan luminosos como el del egipcio Imhotep, el Espejo de las Almas. O con divertimentos, como el que se alza del Espejo de Oesed -en Harry Potter- y se proyecta hasta El desayuno de los campeones, según Kurt Vonnegut.
De refracción en refracción, de la literatura Faerie al Fantasy, de la saga Stargate a ese futuro distópico que anticipa la serie Black Mirror, una fascinante inmersión en esos mundus imaginalis que tienen como puerta y protagonista a un espejo. Deconstrucción del mito, pero también reconstrucción de la memoria en todo su esplendor, tal vez para romper en mil pedazos la frágil y desmemoriada superficie de aquel sobre el que fundamos la ilusoria supremacía del mundo actual. Es sabido que los vampiros no se reflejan en los espejos. Bienaventurado el lector que se mire en este libro, verdaderamente mágico, y alcance a ver más allá.
Como advierte su autor, los espejos hacen caer las máscaras. Nos miran. Y nos hablan. ¿Qué será de ti una vez que te adentres en El libro de oro de los espejos mágicos? Atrévete a conocer sus enigmas y acabarás conociéndote a ti mismo.
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