Brazos intangibles como abismos
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Desvestir el cuerpo |
Creo que un buen crítico debe esforzarse por defender y divulgar los buenos libros que encuentra, para ello, es imprescindible estar curtido en lecturas y, si fuera posible, disponer de cualidades innatas, como la intuición. Pero resulta que ahora tengo la oportunidad de acercarme a un poemario de Cárdenas Sánchez, no como crítico, sino como algo parecido a un prologuista, es decir, debo introducirte, a ti, lector, profano o no, a este particular bosque de palabras. Y ello me obliga a utilizar otras herramientas, me obliga a cambiar el discurso y pasar de lo técnico y metódico a lo emocional y humano, porque si algo es la poesía —más todavía la de Jesús Cárdenas— es emoción.
Desvestir el cuerpo es un acto de sinceridad en un solo movimiento. Toda interpretación de las tres palabras que forman su título nos lleva a esa búsqueda de la verdad, de la desnudez del alma que haga posible el amor; reconocernos en el otro. Por eso, en los versos de Jesús Cárdenas abundan los cuerpos, pero también los espejos, cuerpos-espejo que devuelven tanto aquello que enfrentan como —solo ante el amor verdadero— aquello que guardan.
Espejo curvado
como el cosmos,
en su triste fondo vacío,
en su engañosa hondura
sin conocer cansancio
repite mi rostro.
Uno de esos cuerpos reflectores es la luna, símbolo natural y metáfora celeste de una entidad superior a la que se interpela y cuya belleza evoca casi siempre una enseñanza.
Rondas desde no sé qué oscura nada
hasta esta orilla tan desconocida
proclamando tu efímero reinado,
poseyéndome lentamente
con brazos intangibles como abismos.
Otros símbolos y lugares comunes hermanados al amor: candados en los puentes, nombres tatuados en la corteza de un árbol, ver un atardecer en el banco de un parque; entremezclan protagonismo con reflexiones metaliterarias acerca de la palabra como signo, nombres en claroscuros de una luz que se revela misteriosa y líquida, una luz física y metafísica que irradia su poder tanto con su presencia, como por su ausencia, y unge a los cuerpos de su misteriosa belleza: «El poeta descubre / a tientas zonas de penumbra».
Todo lo representado en un abismo es casi un personaje protagónico en el poemario. Lo inhóspito y desconocido, lo que inspira miedo o amenaza —final de un camino o principio de una transformación— convive con la felicidad de vivir y amar y todas sus preocupaciones. El poeta hace alarde de un cromatismo en el que predomina un azul, casi azul de todos los colores, para sugestionar los grados de tristeza o alegría de una singular filosofía del caminante.
Esos «brazos intangibles» a los que se cita en varios poemas representan la predisposición a la ayuda y acogimiento de todo elemento de la naturaleza. Como dice el maestro Vicente Haya: «algo en el interior de las cosas corre hacia nuestro encuentro». También en El principito se nos dice: «lo esencial es invisible a los ojos»; y esto mismo entiende Cárdenas Sánchez al hablar de abrazos sin brazos, la innata condición de ser en todo y para todos es el continuo y gran mensaje que nos envía la naturaleza, algo a lo que solo nos acercamos al amar.
Esta publicación supone el octavo poemario para su autor en una breve pero prolífica trayectoria comenzada en 2012. Fiel a su estilo aticista y romántico, Cárdenas Sánchez compone, tras su libro de artista titulado Raíz olvido, un cancionero de amor al que es difícil adjudicar una etiqueta fija, ya que como en otras publicaciones, también de reflexión y cuestiones existencialistas pergeña estos versos.
Tal vez hicimos preguntas al aire,
sedientos, tal vez, de hurgar en su arcano:
¿Cuánto de fuego hay en mí?
¿Dónde la dicha de los días cándidos?
El amor no es un tema recurrente para Jesús Cárdenas, es su razón de ser y de escribir. Su pluma lleva más de una década cantándole al amor y en ello ha encontrado la posibilidad de hacer arte y exteriorizar sus sentimientos y pensamientos al mismo tiempo que cuestiona las limitaciones del ser humano y de la vida, una lírica de la contingencia que ha ido perfeccionándose y ganando el peso de la experiencia.
Todo parece estar en mí, como en una hélice
de anhelo, de consumación, y de ser absoluto.
Y está como ya estuvo, como siempre sería,
si no fuera un engaño, espejismo sonoro,
esta zozobra de realidad que, hoy, cuaja tan sólida
como tu piel, tus ojos, tu carne, tu existencia.
El desnudo al que alude el poeta en el epígrafe que da nombre al libro puede ser exterior e interior, un acto de entrega impulsivo o premeditado, una reconciliación con la esencia, una huída de las máscaras hacia la panorámica mirada para la que no existen los ángulos muertos. Porque el amor exige la verdad de cada uno, algo a lo que aspira la perspectiva dialogística y casi epistolar de este poemario. Quizá —hablando de desnudez— este libro culmina una senda de desaprendizaje en el aspecto formal, como de despojamiento de lo no esencial en los elementos y el discurso lírico ya iniciada en libros como Sucesión de lunas y Los refugios que olvidamos, poemarios con los que Desvestir el cuerpo entronca en su estilema; el poeta confirma así su evolución de lo universal y máximo a lo particular y mínimo, algo que el estado de gracia creativo que mantiene desde hace unos años evidencia continuar. Pero no olvidemos que además de celebración, desahogo o lamento, estos poemas son una introspección que propicia a su autor nuevos descubrimientos, hallazgos de sí mismo, no exentos de angustia y zozobra existencial: «Hallas en los cristales rotos algo de ti: / otra luna anunciando la noche mal curada, / otro impúdico beso de rendición».
Meterse en la cama, por la noche, encender la luz de la mesilla, tener cerca un vaso de agua, una pequeña libreta de apuntes y comenzar a leer un poemario es aventurarse a adentrarse por las grutas inexploradas de una conciencia artística que ha decidido sincerarse, y sincerarse es compartir. Ser lector de un libro de poemas es participar en su generosidad, convertirse en espeleólogos a través de una oscuridad que en más de una ocasión nos deslumbrará por su belleza. Todo viaje nos cambia, la exposición a la verdad contagia el virus de su esencia.
En la poesía de Cárdenas Sánchez es fácil reconocerse, también ella es un cuerpo-espejo de preguntas que nos hemos formulado, dudas que hemos experimentado y sensaciones que hemos vivido. Su apelación al ser amado no entiende de sexos ni de tiempos, se eterniza y trasciende en busca de comprensión y consigue dejar en nosotros parte de su preocupación y mensaje. La honestidad de una poesía escrita con gran vocación iguala nuestras diferencias ideológicas o culturales, recorta las distancias que creemos insalvables y nos acerca mucho más de lo que pueda parecer.
Estos versos quieren darse a los demás y en ellos se da lo que nos dice. La ausencia de títulos y paredes que separen su discurso son una declaración de intenciones, una prueba fehaciente de su fluir continuo, de su espacio abierto a la necesidad de su escritura.
La extensión de los poemas y los versos también confiesa un trabajo de curación y poda. Nada parece sobrar en un conjunto armónico que no necesita de transiciones retóricas. Su sencillez y naturalidad están a la par de su realismo, un realismo rico en recursos lingüísticos que hace de lo cotidiano su lugar sagrado. Como buen heredero de la tradición lírica del sur, Cárdenas Sánchez no trivializa la rutina diaria, al contrario, la universaliza y amplía a través de procesos metonímicos y semánticos. Los campos de significación se mezclan y diluyen con natural habilidad, jamás perdemos el foco de interés de vista pero la efusividad y riqueza del discurso poético nos desborda y somete a su voluble escrutinio.
El tiempo y la memoria hacen estragos en la rotunda voz poética de Cárdenas Sánchez. Piedras angulares de este monólogo de amor, representan el espacio mítico, la motivación y el argumento de buena parte de su decir. Tiempo, como trasunto y preocupación de la muerte; memoria, como transfiguración y fusión de la erosión de los recuerdos con el ideal anhelado, lo que da como resultado al fantasma o visión de una realidad nueva. En ese escenario se despereza una hasta ahora improbable versión de lo inefable: «Apurabas entonces el agua rubescente / como una forma de no estar vacío, / de no quebrarte, tal vez de no estar».
La sensibilidad y la ternura, la nostalgia, el desasosiego, comparten emociones movedizas en la parte final del poemario. Llegamos a la conmoción, pues la conciencia del hablante lírico ofrece resistencia al viento del tiempo que no duda en disolver las nubes del recuerdo. Huracán y junco, cada uno lleva a cabo su tarea aunque obstinarse en ello pueda costarles la propia vida.
Poco se puede añadir, solo invitar a dejarse arrastrar por las corrientes de Desvestir el cuerpo, sin prejuicios, sin condicionamientos. El calor de un abrazo proferido por brazos intangibles como abismos nos encogerá el alma y hará que no temamos desnudarnos: en esa desnudez no solo encontraremos la singularidad del poeta, también, la nuestra.
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