En este profundo periplo por Costa Rica y Panamá que va del yo al ellos asistimos a esa mirada entre desconfiada e incisiva del viajero que marcha pegado a una realidad fragmentada que irá anotando en su libreta, para más tarde, dar vida a aquello que surge como un magma que ya no es el fiel reflejo de lo experimentado ni lo apuntado, sino que se transferirá en una experiencia de experiencias que nacen del corazón, por ser éste el lugar donde habitan nuestros mejores recuerdos. En este sentido, pasión, sueño y realidad se unen en este libro —que supone un nuevo punto de partida en su obra— con la fuerza de los titanes, para de ese modo, luchar contra lo que el autor nos apunta: «Hoy ya no parecemos viajar para descubrir sino para constatar». De esa realidad inconclusa por auto-impuesta surge lo que «Cao Xueqin decía en El sueño del pabellón rojo que “la verdad se convierte en ficción cuando la ficción es verdadera, y lo real se vuelve irreal cuando lo irreal es real”», como nos apunta Hilario. En este juego de palabras es donde se halla esa otra realidad que nos ofrece el viaje: la de transformar nuestro propio mundo. De ahí que, en Un astronauta perfecto, el viaje también se nos presenta como sanador de la mente y como confrontación a nuestra propia verdad y prejuicio. El viaje surge así como la posibilidad de explorar lo desconocido y todo aquello que tiene que ver con los recuerdos y nuestra autobiografía. Ahí es donde la naturaleza del viaje es la propia del abismo que trata de salvarnos de la mentira. Mentira preconcebida y embrujada, por lo que tiene de armazón caprichoso. Un armazón que cubre un mundo tan relativo como el propio. Nos dice Hilario J. Rodríguez que: «En aquella época aún no sospechábamos que el mundo no se descubre, ni siquiera se intuye o se revela, porque el mundo es en realidad algo pendiente de ser inventado, creado. Ignorábamos que lo real no siempre es realista, para serlo necesita estar hecho a nuestra medida y eso nadie puede hacerlo a no ser nosotros mismos mismos».
Un astronauta perfecto como camino que uno mismo debe recorrer, y también, como lucha contra nuestros propios fantasmas, porque como nos recuerda su autor: «Escribir es un juego de fantasmas», a lo que podríamos añadir que leer es la opción de adentrarnos en ellos para perder el miedo a lo misterioso como fuente de incertidumbre, y por ende, de desasosiego e introspección. ¿Entonces, si el viaje es transformación, tiene el viajero la capacidad de cambiar las ciudades que visita? Una más que sugerente pregunta que Hilario J. Rodríguez nos desentraña con la habilidad del artista que conoce muy bien los límites del viaje y el viajero: «En manos de los viajeros, las ciudades suelen convertirse en cadáveres. Por eso los viajes suelen convertirse en lecciones de anatomía […] Lo cierto, sin embargo, es que toda ciudad y sus habitantes se niegan a ser definidos, a dejarse fosilizar ni tan siquiera por la prosa más eficaz. Se oponen, se insinúan tan sólo para contradecirnos, nos evitan, nos excluyen, se esconden.
Cuando sus visitantes finalmente se van, ellas siguen allí. Y es en realidad el viajero que muere con ellas y no son ellas las que mueren con él.» Tal vez, porque las ciudades son algo pendiente de ser inventado.
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