Al ver Finlandia asistimos a ese dilema que existe entre la ceguera que no nos permite más allá, y la esperanza escondida bajo nuestras entrañas y que la ira no la deja asomar. Amores rotos retratados y consumados en multitud de ocasiones como, por ejemplo, en la película El honor de los Prizzi de John Huston, o en la obra de teatro ¿Quién teme a Virginia Wolf? de Edward Albee, y también en La clausura del amor del mismo autor de Finlandia, Pascal Rambert, donde se nos muestran a parejas en continuo conflicto que, sin embargo, no saben vivir sin él. Lo que nos lleva a plantearnos que la máxima que dice aquello de «los amores queridos son los más reñidos» sea cierta. A pesar de todo, tampoco se nos debe olvidar que en todas ellas hay pasión y delirio a partes iguales, tanto al principio como al final. Y necesidad del otro. Y pérdida de la propia identidad que, por extraño que parezca, termina prevaleciendo, sobre todo, en los tiempos que corren, donde sólo se conjuga la primera persona del singular. Un yo final que arrastra ese nosotros inicial del que apenas nos acordamos como si fuésemos enfermos del olvido. En este sentido, y de algún modo, Rambert nos propone empezar por el final para acabar en el recuerdo de cuando todo empezó. Ese viaje en sentido contrario es el que se desliza por la obra de teatro Finlandia; un texto de Pascal Rambert que de nuevo explora las relaciones de pareja. Aunque en esta ocasión, se centra en la disputa por la custodia de la hija común. Un viaje a la inversa donde volvemos a asistir a la destrucción del ser humano cuando todo se centra en ese universo cerrado que el yo. Viaje de ida y vuelta, por lo que tiene de metafórica la distancia entre la ciudad italiana de Procida —donde se inicia esta historia de amor— y la de Helsinki, en la se produce la acción dramática de este texto de Rambert, que de nuevo se nos muestra muy teorizado a través de largas disertaciones, y donde el discurso político que se nos exhibe coarta el sentido más universal del amor y su decadencia, algo parecido a lo que ya ocurría en La clausura del amor. Ahora, el dramaturgo francés, que también dirige la obra, apuesta por el valor y la reafirmación de la mujer. Mujer protagonista de un lenguaje múltiple, tanto en las ideas y su cuerpo como en los ámbitos del sexo y los sentimientos. Cualidades que buscan sin llegar a lograrlo una libertad plena, donde su máxima es la manifestación de un nuevo yo femenino. En este sentido, Irene Escolar da vida a ese modelo desde una armoniosa a la vez que impetuosa coreografía de brazos, piernas, gestos y voz. Un todo que limita y acorrala a su contrario. Un Israel Elejalde al que Rambert ha pintado como un militante de izquierdas trasnochado que se deja llevar por todo lo contrario a aquello que defiende. Así, su figura se materializa en un hombre dominado por los celos, la paranoia, la necesidad de posesión y la negación de la pérdida de su estatus dominante por otro compartido. Aquí, cabe decir, que Rambert ha dotado a este personaje de unos clichés muy manidos, a los que en ocasiones trata de rebajar con unos pequeños toques de humor, lo que supone todo un acierto.
Sin embargo, llega un momento donde todo ese discurso volcánico se derrumba en la profundidad de una noche, larga y fría, porque de un modo inesperado, como le ocurre a todos los seres humanos, la acción nos deja entrever la verdadera intimidad de la pareja; una intimidad que la próxima ruptura no ha logrado socavar. Y ese en ese instante de oscuridad y miedo, pero también de cariño y conexión, en el que la pareja deja a un lado lado el yo para centrarse en el nosotros. Un fugaz instante en el que retoman la necesidad del otro que tanto necesitamos a lo largo de nuestra vida. Sentimientos que trastocan es inicio nervioso y agresivo de un Israel Elejalde que, con voz una profunda, arremete con firmeza contra una Irene Escolar que despliega toda una lección de baile con sus movimientos de cabeza y de pelo, sus entradas y salidas del escenario, o sus arrebatos de furia y sexualidad explícita con los que se defiende y acorrala a su ya ex-pareja. En este sentido, hay que decir que Pascal Rambert acierta en la elección de los actores, pues entre ambos se establece un complemento idóneo en el escenario —tipo Ikea— que reproduce la habitación de un hotel de Helsinki. Un equilibrio que va más allá de la puesta en escena, y se prolonga en la complicidad entre ambos actores a la hora de dar vida a ese monumental fracaso que representa el universo cerrado del “yo”.