Esa inmediatez que proporcionaba Google y, arrastrados por él, los otros buscadores, abolió la demora y la lejanía, mellando con ello el tiempo y el espacio, condiciones imprescindibles de la sensibilidad humana, según expuso Kant al inicio de la Crítica de la razón pura (1781-7). En efecto; el nacimiento de este hegemónico buscador afectó —nos diésemos cuenta o no— a nuestra percepción de la realidad y la banalizó por su repentina accesibilidad; como consecuencia, acababa de advenir cuanto vaticinó Martin Heidegger en su célebre conferencia La época de la imagen del mundo (1938); o si prefieren, la posmodernidad había comenzado su avasallador despliegue cotidiano más allá de cuanto pronosticasen sus agoreros (Baudrillard, Lyotard, Vattimo…) para instalarse y mutar la condición humana, porque a partir de entonces estábamos tan continuamente absortos y dependientes de la red que nos resultaba imposible cualquier reflexión sobre nuestra situación existencial y sobre el mundo sin su participación; sin duda, por su mera ductilidad de manejo gracias a Google o a cualquier otro potente buscador. Solo permanecería ajeno a su influencia quién realizase tales meditaciones tras una radical negación de la circunstancia, con su imprescindible y purgativa ascesis, y se refugiase para siempre en un alejado eremitorio como los antiguos místicos de la Tebaida.
Si bien, tal ejercicio depurativo no dejaría de ser un acto individual, subjetivo, solipsista; en definitiva, un extrañamiento de cuanto es propio del hombre, la sociedad, por más que quien lo emprendiese persiguiera la comprensión, y hasta la unión, con lo absoluto —o dicho de un modo más tradicional: con Dios— para rescatar un sentido transcendente de la existencia. No obstante; tanto quien acometiese esta tajante ataraxia de ermitaño como cuantos permanecemos adheridos a este inagotable fluir de datos en la red ya vivimos bajo el nihilismo y, por descontado, resulta baldío cualquier esfuerzo por pensar un ser supremo o por buscar un destino como especie, porque el universo ya lo explican los físicos de sobrado, mientras todo el porvenir de la humanidad se ha consumado en este presente digitalizado. Y tal vez esta nada fosforescente y saturadora sea nuestro sino como clamaba hasta la afonía Nietzsche; tal vez… Pero el caso es que la metafísica y la religión, médulas de nuestro pensamiento, han quedado relegadas a un libresco y entrañable recuerdo.
Sin embargo; este proceder elemental, el recuerdo, incluso en su más veleidoso y abúlico ejercicio, nos provoca la plácida nostalgia. Y es ahí, en la mullida añoranza, donde emana la literatura; es decir, como seres gramáticos, nos impulsa a literaturizarnos y, por supuesto, también a cuanto nos ha rodeado y hemos ansiado; por cuanto, si fuésemos valientes en el sentido nietzschiano, durante ese momento de contrita nostalgia nos obligaríamos a revivificar aquellos anhelos idos y a ser émulos de don Quijote, eligiendo entre ellos uno como causa inmarcesible en cuya persecución y defensa sumergiésemos nuestra realidad entera, por más ridículos e incomprensibles que resultásemos a nuestros semejantes. Pero como tales empeños, por muy heroicos que se nos antojen, suelen ser tachados de locura, y esta, sobre trabajosa y solitaria, presenta graves inconvenientes que terminan con el héroe preso en una celda acolchada y bajo abusivos tratamientos terapéuticos, nos conformamos con las divagaciones de media tarde sobre las ocasiones perdidas, o con un buen manojo de poemas, o con una suculenta novela donde fugarnos hacia geografías ensoñadas. Sin ir más lejos, cada verano suelo releer El otoño del patriarca (1975) hasta llegar, ensopado en sudor de tanto acompañar al general Zacarías Alvarado durante su tumultuosa e insondable vida, a “los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”; después, cierro el volumen con una desengañada sonrisa, mientras las imágenes esperpénticas de aquel Caribe palabrero me rondarán varios días con sus irreprimibles y crueles carcajadas.
Un Caribe, como la Posada del almirante Benbow y su consiguiente derrotero a bordo de la Española, que presentan una cualidad de la que la red, con su utilísima mengua del espacio y del tiempo, nos ha privado: lo remoto; ese lugar fascinante, oculto tras su nebulosa indefinición, que, en nuestro planeta, mensurado hasta el milímetro, ya solo cabe en la literatura, pero cuya sonora pronunciación, lo remoto, aún suscita la exaltación de tantas almas.
Tal vez por eso, por su mera y vacua búsqueda, mientras ustedes leen estas líneas, esté pisando los pórticos del palacio de Ulises para descubrir si soy capaz de tensar el famoso arco y alzarme con la prometida Penélope. Deséenme suerte, porque jamás fue empresa fácil.
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