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Valery Larbaud
Valery Larbaud

Divagaciones por san Lorenzo

lunes 21 de agosto de 2023, 07:06h

Aprovechándose de los clementes dictados de la excelentísima señora ministra doña Irene Montero Gil y de su jefe, don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, un preso de Fontcalent se declaró transexual —aunque con los atributos todavía en su sitio y en excelente funcionamiento— para obtener el traslado a la sección femenina de la cárcel y, zas, dejó preñada a una compañera de penal. El caso es que el mozo ya avisaba como los pablorromero cuando salen de varas, porque también aseguró que era tan transexual como exigiese el reglamento pero, ojo, de orientación lesbiana. Comentario que debieron tomarse los funcionarios como una muestra de confianza, en cambio, ya digo, era toda una advertencia. Y ahora, ahí tenemos a la embarazada sin remiendo, mientras el muy lindo, aprovechando un permiso, se ha esfumado como los capitanes de Flandes en los romances antiguos, y eso que era búlgaro.

Tras la lectura de la gacetilla y las correspondientes carcajadas, enseguida eché de menos un apunte carpetovetónico de Cela o una columnita de Umbral que elevasen a literario este episodio que merece, como mínimo, andar por los mercados en pliegos de cordel y cantado por un falso ciego de salmodia ripiosa y puntero en la mano. Pero se nos murió Camilo y Paquito, y en los mercados ya no quedan ciegos ni de verdad ni de mentira porque todos están vendiendo cupones. No obstante; mirado con los ojos de don Ramón el de las barbas de chivo, como escribiese Rubén en célebre soneto, pudiera valer para una de sus farsas, porque este suceso del prisionero que, en lugar de escuchar a una “avecica que le cantaba al albor”, holgaba el amanecer con cumplida penada, pasado por los espejos cóncavos del callejón del Gato, muy bien pudiera convertirse en el glorioso estrambote de estos gobiernos del dónde dije digo, se presentó don Diego. Pero ni Valle-Inclán está ya aquí para estampar este desconcierto, ni el teatro nacional presenta verbo y gallardía para intentar el esperpento, no sea que, en un si es no es, se le escapen Los intereses creados (1907).

Y en este redivivo Ruedo ibérico (1927-32), donde el parlamento se dispone a reponer Las leandras (1931) para entonar a coro: “¡Pichi!, es el chulo que castiga del Portillo a la Arganzuela” en avión y de primera —¿a que me ha quedado de dulce el rimado?—, los sobresaltos se anuncian emocionantes —“el aceite ya está mil quinientas rubias; ¡toma progreso!”, hipa Max Estrella; “¡viva la clase obrera!”, se revuelve don Latino—, sobre todo, el día que los carlistas descarajen la caja de las pensiones —“eso está al caer”, lamenta Max; “desconfianza que le sobra”, templa don Latino—.

Y no sigo con el entremés porque estas páginas son de literatura y para agoreros políticos ya disponen de radios en abundancia; así que les referiré que me acabo de encontrar con mi amigo Mauro Armiño taciturno. ¿El motivo? La reedición de su ya premiada traducción de A la busca del tiempo perdido (1913-27), por la editorial El Paseo, de Sevilla. Mauro —premio mediante— no había dejado de aquilatar las frases y ahora, con la nueva distribución de los títulos en tomos diferentes a la anterior edición de Valdemar, se ha enfrascado en comprobar el cruce de notas —está vez, a pie de página, como debe ser— y, después, emprenderá el índice final de personajes, y claro, la tarea entraña sus intrincadas meticulosidades.

Le expongo el tedio que me produjo este novelón del siglo y Mauro me corrige sobre la forma de lectura que exige Proust; distinta en todo a cualquier otro relato, porque consiste en no demandar nada a las páginas, sino en un asistir, y eso requiere una situación sensible apropiada; muy apacible, de luenga pereza; si me apuran, hasta abúlica. Entonces, se me viene a la memoria mi reciente lectura del crítico Eduardo Gómez de Baquero, Andrenio, quien ya en 1928 y con parecidas razones trabó la escritura de Gabriel Miró y de Marcel Proust, cuando nadie aún se había dado cuenta en el país; ni siquiera Ortega y Gasset que tan atento estuvo a ambos autores; si bien, las consideraciones de don José acerca del novelar, merezcan artículo aparte.

Nos despedimos y continúo hacia mis encargos domésticos. Y fuese por mi paisano Miró o fuese por el francés Proust, recordé a Valery Larbaud, aristocrático viajero, fino escritor y conocido mundialmente por su traducción del Ulises (1922) al francés; y por encima de eso, a quien tanto debe la divulgación de la literatura española en aquellos días, allende los Pirineos, y especialmente Gómez de la Serna. Fue su gran traductor y su mejor promotor en París, como también lo fue de Alfonso Reyes, de Ricardo Güiraldes, de Arturo Azuela o de Gabriel Miró. Tal era su apego por nuestra anchurosa cultura que a su heterónimo, Archibald Olson Barnabooth, lo hizo nacer en Arequipa.

Larbaud, por lo demás, vivió en Alicante durante el tiempo que comprende su Diario íntimo (1917-1920), donde anota el 5 de septiembre de 1918, hospedado en Biar —lugar que nunca se cansó de recomendar—, que tomaba el Chicharra —el tren de vía estrecha, que entonces unía los pueblos entre Alcoy y Yecla— para asistir a las fiestas de mi Villena natal. Y me da rabia que Larbaud como Jean Cassou, el otro gran hispanista francés del momento, apenas sean recordados hoy, con lo mucho que les debemos. En fin…

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