Verdad que nace teñida de lo más profundo del deseo. El deseo que, sin embargo, es torturado por la discordia de todo aquello que no quedó dibujado en el papel de nuestra vida. Recuerdos sin rastro revestidos del silencio que nos acoge. Silencios que nos devuelven al curso de un río teñido por unas aguas oscuras que nunca terminan de convertirse en cristalinas. En esa paradoja de los silencios no declarados se mueven los últimos pensamientos, en forma de versos, de Andrés Ortiz Tafur. Traigo la noche en los zapatos es una metáfora que nos acoge en la soledad de los recuentos pasados, y de lo vivido sin el freno del futuro. No future aclamaban unos Sex Pistols desdeñosos con la posteridad de los que no la desean. Nacemos avocados a la penuria de los designios de un destino incontrolado e incontrolable. Y de esa incertidumbre nacen los reproches y los deseos que marchan tatuados a nuestra piel. Signos invisibles que, como los silencios que nos gobiernan, nadie más que uno mismo conoce. Entrañas a las que nos cuesta ponerles un nombre, porque son hijos de nuestra propia discordia y senectud. Traigo noche en los zapatos nos recuerda toda la vulnerabilidad que nos asiste por mucho que la obviemos o huyamos de ella, y Ortiz Tafur se vale de los recuerdos cuando aborda a la familia, y a aquellos que ya no están a nuestro lado. Del día a día que nos recuerda aquello que fuimos. Y de los deseos ocultos que descansan en cicatrices que ya se han difuminado en la penumbra del paso de los días. Esa labor de explorador con raíces propias es la que le lleva a transitar por territorios propios y comunes, pues todos somos hijos de una sociedad que languidece en busca de un nuevo mundo que ya no será aquel que conocimos, y en el que ahora ejercemos de héroes de nuestra propia derrota. Abismos inocentes que, a día de hoy, él necesita dejar marcados en las hojas de un papel que le rediman de aquellos silencios que marcaron su vida sin saberlo: «Hay personas que siempre me vencen/ con las que siempre me resulta hermoso/ descubrirme perdiendo y perdido,/ buscando la manera de volver a chocar/ para volver a perder y a perderme./ Como el estropajo que se seca/ y necesita más agua y jabón/ para seguir empantanando la vida.»
Andrés Ortiz Tafur es el bardo de la Sierra de Segura. De las montañas que se tatúan con el silencio de las noches, y se despiertan con el primer viento de la mañana. De la lluvia, de la que él y unos pocos, beben cada día. Tierra. Viento. Y Fuego. Elementos, todos ellos, al servicio de una mística sentimental y única, como únicas son sus palabras acopladas en versos perennes, por existenciales e inamovibles a lo largo del tiempo. Círculos que se abren, aunque no siempre se cierren, pues son el mejor atisbo de una vida que nunca acaba de llegar a su fin. Versos que son los mejores testigos de esa plenitud de la soledad que nos acoge sin apenas darnos cuenta. De ese silencio que se hace verbo. O carne. O sangre con la que mancharnos de esa verdad escurridiza de la que siempre huimos. Sangre de amor y muerte. De los días sin nada que acaban en pequeños triunfos. De esa nada de la que sale un todo, como en los milagros. El milagro de los olvidados. El de los sentimientos oprimidos. El del desconocimiento que de repente se hace luz. Universal. Mágica. Aterradora., De todos esos encontronazos nacen los surcos en forma de versos-sentencia, versos-declaración, o versos-memoria en forma de lluvia. Lluvia de besos y recuerdos: «Llueve como si no fuera verdad./ Y, por lo que sea,/ recuerdo el primer beso que di/ y que me dieron,/ apoyados contra un muro/ del polideportivo de San José./ Llueve como si todavía/ nos estuviéramos besando.» Lluvia en forma de memoria, pues la memoria de toda una generación es la que el escritor jienense vierte sobre este Traigo la noche en los zapatos. Ecos del mundo oscuro que permanece agazapado en el silencio. El silencio que nos acoge.
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