Fue el arisco preludio para lo que vino dos días después, el miércoles veintiséis de abril, con un toro de Domingo Hernández llamado Ligerito, negro, listón, de trapío rudo casi burraco, pero que salió del chiquero con bondad y repetidor en el engaño. En efecto; bastó verlo como se embebió en las tafalleras de recibo. Y esto fue solo el principio, porque luego llegó la primera serie de verónicas, marcando bien la figura Morante y cargando la suerte en el embroque, y no en una, sino en dos, en tres, en cuatro, en cinco y hasta en seis, con dos medias para abrochar más desplante de despedida, y Ligerito todavía averiguando como había llegado desde las tablas hasta los medios sin enterarse. La plaza, claro está, boca abajo. Y hubo más, mucho más; otras verónicas y con el capote dos tandas con una y otra mano, bien hiladas y sin desmayo en la tensión, entre sus ayudaos y trincherazos, y así hasta el estoconazo final -un poco caído, esa es la verdad-, pero ya todo era clamor y el presidente -verecundo por lo del lunes- concedió hasta el rabo.
No se recordaba otra igual desde la de Curro Romero al toro Flautino, de Gabriel Rojas, en 1984, y en cuanto a un rabo en La Maestranza, desde hacía cincuenta y dos años, cuando Ruiz Miguel se lo rebanó a Gallero, de don Eduardo Miura. Y aún cupo un remate espléndido a esta lidia: Morante le dedicó los trofeos a don Rafael de Paula, estampador como nadie de la verónica, apoderado durante un tiempo del triunfador y de quien pregonaba mi amigo Antoñito González Vigil que "estaba sublime hasta cuando estaba mal". Naturalmente, no pude contenerme y le envié un mensaje con el asombro sucedido.
Pues no era cosa menor porque Sevilla añoraba un mito, y a Morante le habían concedido la magnífica del Domingo de Gloria y en esta feria, unas cuantas corridas más, a ver si por fin se subía al pedestal que Curro Romero había dejado huero, para que la ciudad se pueda hacer lenguas con los ojos embotaditos de lágrimas evocando cada pase. Y Morante ha cumplido y de sobrado. Y Sevilla ya tiene su dios pagano y callejero que aunque no lo pueda todo, cuando está en sí y el toro lo procura, lo borda como ninguno.
Y he aquí que, con ser este acontecimiento memorable, se me antojó un majestuoso pórtico al centenario que se cumplía al día siguiente: el nacimiento de Carlos Edmundo de Ory.
Ya saben, mencionar a Ory es suscitar el postismo, aun cuando aquel chispazo poético no encontrase casi oxígeno entre los garcilasianos de la camisa azul y los poetas del compromiso social; unos con propensión al estéril retoricismo, los otros, al prosaísmo urgente. En cambio y contra aquel páramo con cartilla de racionamiento en la mano que fueron los años cuarenta, el postismo se empeñó en proseguir con los graciosos jeribeques de las vanguardias y así no hubo manera por más que se reinventase con tres manifiestos y por más que se trasladase desde Madrid hasta mitad de La Mancha para plantar una pica quijotesca. Por entonces, Carlos Edmundo de Ory ya se había declarado intrarrealista -él solo, naturalmente-, se había casado, había sido padre y se había instalado en Francia, de donde ya no volvería sino de vacaciones a su Cádiz natal y a algún estrafalario acontecimiento porque entre los poetas del momento no encontró acomodo ni audiencia por lo menos hasta que el hombre pisó la Luna y los jóvenes novísimos decidieron coronarlo de guirnaldas. En esos años tenía un par de títulos publicados -Versos de pronto (1945) y Los sonetos (1963)-, pero su obra aguardaba la imprenta con toda su progresión y todo su dominio del arte mayor y menor, y desde luego con su empeño por la salmodia larga y cadenciosa; entre brochazos tabernarios y vallinclanescos y regates juguetones con la greguería, para abocar sus versos de improviso en el temblor del vislumbre romántico -"¿Qué hago yo aquí más tiempo me pregunto / borracho de salud y borracho de muerte?" (Los poemas de 1944, [1973])-. Porque hasta su último libro en solitario, Melos melancolía (1999), Carlos Edmundo de Ory es un poeta tan proteico como relapso a la grey, aunque tentase cierta escuela con aquello del Atelier de Poésie Ouverte, en 1968. Y esta circunstancia -o quizá cualidad-, en un gremio donde la camada se hace imprescindible para la notoriedad y la fanfarria, lo orilló y lo etiquetó como el gran postista sin que nadie atinara -salvo los severos antólogos- a saber si tal calificativo era cierto o un mero mote hueco.
En cuanto a los galardones y ahora los homenajes que se están celebrando en Cádiz, todo, incluso sus poemarios, llegó con retraso. Pero ahí los tienen, léanlos; merece la pena.
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