Es común pensar que Zweig se equivocó al suponer que los "bárbaros" (encarnados en los nazis y fascistas de Europa en aquel momento) estaban a punto de dominar el mundo; pero, ¿se equivocó realmente? Tal vez, sí, en los hechos inminentes, en la concreta materialización del imperio de la brutalidad, pero probablemente acertaba en cuanto al destino de la humanidad a largo plazo. Y también en cuanto a su propio destino. La sesentena, después de todo, invita siempre a un suicidio socrático, una especie de eutanasia preventiva. ¿De qué se priva uno a esas alturas? ¿De la vejez y su pálido rebaño de enfermedades, como lo llamaba Quevedo? Si ya se ha vivido plenamente, si se deja detrás una obra suficiente para mantenerle el pulso al olvido durante una decorosa aunque a la postre caduca "posteridad", ¿qué sentido tiene prolongar la agonía de una vida errante y sin propósito cuando el mundo al que pertenecíamos se ha extinguido y sentimos que no tenemos cabida en el nuevo? Pero antes de arrastrar al lector añoso a esas cimas de la desesperación en las que a Cioran le gustaba instalar sus posaderas y contemplar el paisaje en miniatura de la ridícula existencia humana, digamos enseguida que nuestros tiempos son bastante menos trágicos -pandemias aparte- que los que a él le tocaron en suerte. Hoy tendemos a pensar que los 60 son los nuevos 40, por obra y gracia del botox y el CrossFit; y aunque los bárbaros están realmente tan cerca como los presintió Cavafis, ya no vienen con botas relucientes y uniformes de las SS, marcando el paso de la oca. Ahora lucen las mallas de licra del coach deportivo, los tatuajes del youtuber o la coleta y las sandalias del innovador tecnológico. Así que no nos pongamos nerviosos.
El caso es que yo siento, como Zweig, que el mundo que para mí era familiar y reconocible, singularmente en lo que a la escena cultural se refiere, empieza a desdibujarse y a desaparecer como el gato de Cheshire, o el de Schrödinger, o cualquier otro gato bromista y evanescente. Hay una máxima de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista que cobra hoy, para mí, una inquietante actualidad: "Todo lo que era sólido se desvanece en el aire". La muerte de personajes de la cultura como Sánchez Dragó o Carlos Saura, presencias constantes en nuestra vida, parece intensificar esa sensación de postrimería y crepúsculo de una época que llega hoy a su agotamiento. Los protagonistas de la Transición empiezan a desaparecer, desmintiendo a su pesar el mito de la juventud eterna que Picasso consignó en una frase memorable -recordada recientemente por Gastón Segura en esta misma publicación- dirigida a Cela: "Desengáñate, Camilo; el que es joven, lo es para siempre". Sin embargo, nada es para siempre y el tiempo nos lo demuestra.
Pero la generación que acaparó el centro de la escena durante cuatro largos decenios se resiste a desaparecer sin ofrecer al público algún bis no solicitado. Una buena muestra de esa terne persistencia de algunas figuras (y figurones) notables de nuestro reciente pasado la hemos tenido con dos acontecimientos no del todo desconectados y que han agitado no poco el agua clorada y meada de nuestra abarrotada piscina mediática, para solaz de los innumerables opinadores que en ella chapoteamos. Me refiero a la pasada moción de censura de Vox encabezada por Ramón Tamames y a la reciente visita del rey emérito. El primero de esos eventos brindó a Sánchez Dragó, precisamente, su última ocasión de pública notoriedad. No la declinó, ya que ocupó un asiento en la tribuna del Congreso y respondió a las preguntas de los reporteros que lo esperaban a las puertas del histórico edificio. Por su parte, Tamames -amigo del autor de Una historia mágica de España- no dejó de mostrar su desprecio al presidente y a sus colaboradores: "Ha leído lo que le han escrito", dijo, presumiblemente para subrayar la incompetencia intelectual de Pedro Sánchez y, por extensión, la de todo su gabinete. Cierto denominador común me parece atisbar entre su actitud y la del rey Juan Carlos cuando, en su anterior visita, le espetó a una periodista aquel célebre "explicaciones de qué". Es como si esa generación dijera a la siguiente (es decir, a la nuestra) dónde estaríais vosotros si no os hubiéramos entregado una democracia consolidada y un país desarrollado. Y puestos a poner palabras verosímiles en sus labios, cabría añadir estas otras: vosotros, panda de ignorantes, pusilánimes zangolotinos, sois incapaces de hacer verdadera historia, más allá de la que os hemos regalado. Que nadie cuente conmigo para rebatir tales cargos. En algún artículo anterior ya expliqué mi teoría de la distinción posible entre las generaciones que hacen historia y las que se limitan a padecerla. Pero me pregunto qué podrían haberles dicho a estos petulantes ancianos de ahora quienes les precedieron. La generación de Franco y de Carrillo, para que nos entendamos. En un libro de reciente publicación el historiador Guillermo Gortázar nos revela lo que todo el mundo sabía pero el decoro y la prudencia aconsejaban callar en los años peligrosos de los albores de la democracia; es decir, que el nuevo régimen no era sino un regalo del dictador y sus colaboradores más cercanos. El fracaso de la Segunda República todavía nos pasa factura. A diferencia de Gran Bretaña o de Francia el pueblo español no conquistó su libertad. La Transición se fraguó de arriba abajo, a través del consenso. Aunque es cierto que en ese consenso, de algún modo, terminó participando toda la sociedad, y posiblemente fue el mal menor en aquel momento de nuestra penosa historia. Y como es absurdo rehacer una casa desde los cimientos mientras se vive en ella, no nos queda otra que resignarnos y seguir pedaleando.
La verdad es que mi generación resulta patética, además de estúpida. En eso Tamames tiene razón. Ya lo he dicho otras veces. Sin referentes propios, sin arte ni filosofía, sin carácter ni pensamiento en el que merezca la pena detenerse (salvo alguna brillante excepción) lo único que ha sabido hacer en política es renovar extremismos deletéreos en versiones descafeinadas o prolongar proyectos casposos. Que busquen a otro abogado para defender a esta cohorte de majaderos, sin norte ni propósito, sin espíritu ni inteligencia, incapaz de hacer la paz o la guerra, de alcanzar lo nuevo ni lo viejo. No seré yo el cantor de nuestros méritos, porque no los veo.
Y sin embargo, todavía no está todo dicho. El desprecio generalizado nos expone a la sorpresa y en algún momento alguien nos obliga siempre a retractarnos. Un suceso que se ha producido en Murcia, muy cerca de casa -un policía fuera de servicio herido por un delincuente con un hacha cuando trataba de auxiliar a una chica-, me ha recordado otro, bastante más lejano, que me dejó una huella indeleble.
Corría el mes de enero de 2012 y andaba yo por los madriles presentando alguno de mis libros cuando saltó una noticia atroz en todos los informativos. Venía de hablar con periodistas de asuntos presuntamente transcendentes. Es decir, venía de darme un chute de importancia, cuando la estremecedora gesta de tres policías redujo a la insignificancia mis declaraciones altisonantes y toda mi trayectoria. Esos tres jóvenes (un poco, pero muy poco, más jóvenes que yo) se metieron una noche en un Atlántico furioso para intentar salvar a otro chico, un eslovaco imprudente que estaba en España de intercambio Erasmus. Fue en A Coruña y todo sucedió muy rápido. El mar no perdona allí cuando se pone asesino. Y si alcanza tu cuerpo con sus mandíbulas espumosas. entonces olvídate, porque no suelta la presa. Esos tres jóvenes héroes formaban también parte de nuestra generación. La mejor parte, sin duda. El mérito y el valor están siempre ahí. Igual que la envidia, la soberbia, la codicia, el rencor. Pasan los días y los años y todo lo que conocemos cambia a nuestro alrededor, y una tarde o una mañana nos damos cuenta de que ya no es posible jugar a lo que jugábamos antes; de que el mundo de ayer se ha ido para siempre y nuestros sueños, incluso los que se cumplieron, eran sólo calderilla comparados con el tesoro incalculable de quienes lo dieron todo simplemente porque sintieron que esa era su obligación. José Antonio Villamor, Rodrigo Maseda y Javier López, esos eran, esos son, los nombres -sirva este artículo de tardío y extemporáneo homenaje a ellos y a sus familias- de aquellos tres valientes. Después de todo, y después de nada, su recuerdo es lo que nos queda. Mientras veo desmoronarse el castillo de arena de la vanidad de viejos fatuos o ególatras, mientras contemplo la insignificancia de mis logros y asisto a la imparable decadencia del ayer que franquea el paso a un nuevo mundo que me aburre hasta la médula., me aferro al pequeño consuelo, a la mínima esperanza de pensar que pertenezco a la misma generación que aquellos tres jóvenes policías.
Puedes comprar el libro en: