Con un cuidado epílogo que a veces funciona a manera de coda, del profesor, crítico y escritor onubense José Juan Díaz Trillo, Mal tiempo sigue afianzando la solidez como narrador de Juan Villa; posiblemente, uno de los más grandes conocedores del territorio de lo que se ha dado en llamar Doñana y su entorno, no en términos medioambientales ni políticos ni jurídicos y ni siquiera históricos si me lo permiten, sino en los ámbitos del paisanaje que por dichos lugares transitaron en otro tiempo, en las difíciles formas de subsistencia de los moradores que por allí anduvieron y de los paradisíacos -y espinosos por montaraces- paisajes de los que, en muchos casos, sólo quedan ya los remanentes de la memoria de unos pocos. Con esos elementos el narrador del que hablamos ha venido a desarrollar una sorprendente producción de fábulas y de ficciones que fijan a Villa, como uno de los grandes de la literatura onubense y andaluza, sin duda de por medio. Como columnas vertebrales de dicho edificio, sus novelas Crónica de las arenas, El año de Malandar, el libro de cuentos La mano de Dios, los ensayos Doñana en la cultura contemporánea, Doñana: los hitos del mito, Anatomía de La Vera o Historia portátil de Doñana, entre otros, aparte de un buen número de artículos publicados en periódicos y revistas especializadas.
Juan Villa vino a nacer en 1954 en Almonte (Huelva). Se ganó la vida como profesor de Lengua y Literatura pese a su condición de filósofo -de una morosa retranca, por tanto, validada sobre certezas- y es en la actualidad investigador del Proyecto de Excelencia de Percepciones y Representaciones del Paisaje de la Universidad Pablo Olavide, aparte de ser un afamado pintor que va forjando una irisada estela de semblanzas con cada cuadro que va finiquitando.
Si tuviera que definir con una sola frase a Juan Villa, sin duda, elegiría la siguiente: un hombre del Renacimiento. Pero, vayamos a Mal tiempo. La novela que lleva dicho título se desarrolla en Doñana, como no podía ser de otra manera en el autor, pero, aprovechando un hecho cierto, una cuasi apocalíptica nevada ocurrida en dichos pagos el 2 de febrero de 1954. Ese día, el narrador viene a describir las cuitas, los haceres y los aconteceres de una serie de personajes que ante tremenda anomalía en la zona, se refugian en un almacén y para pasar las horas, comienzan a contar historias, cada cual con su desparpajo y su manera de decir las cosas, sobre los hechos que ocurrieron en otro tiempo -durante la guerra civil española y sus desastrosos años posteriores- en los Picos de Aroche y en toda la sierra de Huelva, incluyendo las minas que entonces eran propiedad de los ingleses; en dichas historias y sus variantes, según el orador, aparece la mítica figura del sindicalista Félix Lunar, que terminaría sus días exiliado en California (EEUU). Una gozada, porque la forma de narrar del que cuenta, que cuenta lo que otros contaron -y las iteraciones van a sabiendas-, que andan en cursiva, nos recuerdan a las ficciones orales, génesis que vienen a ser de toda literatura, le pese a quienes le pese.
En Los almajos en cambio, sin perder el hilo, la fijación del narrador por Doñana como se dijo, Juan Villa despliega la historia de los vencidos en la guerra civil, sus cuitas, sus desazones y las dificultades para enderezar la vida con cierta dignidad en una España destruida social, política y vitalmente si me lo permiten. Lo que se cuenta en Los almajos, si exceptuamos el lugar, no es ajeno a lo que ocurrió en otros muchos lugares de la España posterior a la guerra: la convivencia con el horror, con el miedo, con la escasez, con el luto, con el hambre, con el disimulo, con los abusos de los vencedores, con la miseria, con el infortunio, con la duda, con la nostalgia… y, encima, tener que estar agradecido por estar vivo. Hasta que llega el desenlace, que ese lo dejaré para que sea usted quien lo lea, y lo disfrute.
Dos excelentes novelas cortas las que Juan Villa nos regala en Mal tiempo, de las que debo resaltar su obsesión por el lenguaje, por la elección de la palabra justa, meditada, rumiada, tallada… hasta dar con la joya, la que verdaderamente da el nombre exacto y que procede, a los hechos, los lugares y las cosas.
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