La provocación cabalga sobre una inquietante paradoja: a medida que el arte se deconstruye, los objetos de la vida cotidiana se nos aparecen más bellos. ¿Qué nos emociona más, el desagüe de diseño de Ondalea o el último modelo de Smartphone? No en vano Steve Jobs ha entrado en la historia como el Leonardo del siglo XXI. Antes de que Warhol convirtiese las latas de sopa en objetos de arte, Picasso fue el primero en enlatar su marca firmando veinte obras al día. ¿Todas geniales? Por supuesto. Tanto como la silla Physix Studio o la cafetera Sapper. Producción en cadena al servicio del gran mantra individualista de nuestro tiempo: Be Yourself -Sé tú mismo-.
En 'La estetización del mundo' Lipovetsky propone otra paradoja perversa: así se define el nuevo rostro del capitalismo. Antes estigmatizado como una máquina destructora de valores. Hoy celebrado como un generador de experiencias estéticas.
Tiene su gracia que el profeta de este capitalismo artístico fuera un comunista como Picasso. No la tiene tanta lo que sentencia Lipovetsky: "Consumimos cada vez más belleza, pero nuestra vida ya no es bella". Define el cáncer del Homo Estheticus: su reverencia por las superficies extraplanas, una proyección de su apasionante planitud existencial.
¿Qué ha sido del arte después de Picasso? Una Balsa de la Medusa con pocos supervivientes. Bacon, Freud, Balthus. Muy pocos más. ¿Qué decir de la condición humana? Si este es el título de una obra de Malraux, asomémonos a su último encuentro con Picasso.
Amigos en los años de Montmartre, entonces enfrentados, se cruzan a las puertas del Grand Palais. Sin mucho que decirse, Picasso espeta a Malraux, que ahora ejerce como ministro de Cultura: "¿Crees que sigo siendo un artista?" Malraux le mira, sonríe, y se jacta: "¿Crees que soy un ministro?"
Lipovetsky responde por los dos: "Ya no es la vanguardia, sino el capitalismo artista el que pide cambiar el mundo". Lo malo es que lo está consiguiendo.
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