En Semana Santa este fenómeno de enajenación generalizada al que llamamos turismo cobra un acento especial. Recuperemos la teoría junguiana del inconsciente colectivo. Viene a decir que en lo profundo de nuestra mente se agazapan claves ancestrales, en tiempos remotos codificadas en torno a lo sagrado, hoy traducidas en conductas desacralizadas.
Una sería la necesidad de castigarse por los pecados cometidos. Antaño fustigándose con cilicios, hoy, como bien dice el término, “machacándose” en un gimnasio para conseguir el “corpus in gloriam” de los bienaventurados. Ocurre otro tanto con las procesiones expiatorias que acompañan la Pascua. Hoy, tiempos de proletarización de la vida, se traducen en esas comitivas gemebundas que atestan autopistas, estaciones y aeropuertos. Las mismas que llegadas a sus calvarios vacacionales se ordenan en colas interminables a las puertas de un sinfín de desencantados lugares con encanto.
La horda vacacional repite todos los pasos canónicos de un Vía Crucis posmoderno. El expolio y la flagelación de Cristo a golpe de visa. La subida al Gólgota de un apartamento en colmena con la cruz a cuestas. Cinco días de lenta crucifixión con un frozen daiquiri en Magaluf. Y como coralario, el Inri del jet lag, aunque el paraíso prometido se ubique en un agroturismo riojano.
Antes de que Jean-Paul Loubes definiera el turismo como un arma de destrucción -y autodestrucción- masiva, el grupo R.E.M. grabó una balada paradigmática: “Es el fin del mundo como lo conocemos”.
¿Qué alternativa te queda? Jünger proponía una figura subversiva, la del emboscado que emprende una existencia clandestina. Cabe otra: desaparecer sin dejar de permanecer visible -yo soy un experto-. Una mística para happy fews. No se lo cuentes a nadie, hay que guardarse. La masa, esa bestia mutante, siempre está al acecho.
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