A veces concurren circunstancias que nos conducen, velis nolis, a una lectura en principio ajena a nuestro ámbito de intereses. La coincidencia (ese disfraz taimado de la causalidad) se conjura para que elementos aparentemente inconexos ─una referencia en las redes sociales, la ilustración de una portada, una asonancia en el nombre del autor─ se conjuguen de forma poco menos que mágica (si es que la magia no es el verdadero nombre del logos). Así, hace pocas fechas, me encontraba disfrutando la lectura de un manuscrito de un autor querido, que se encabezaba con algunas citas de poetas anglosajones, entre ellos Larkin y T.S. Eliot, cuando el repaso casual en una mesa de novedades de un volumen bien editado por Fulgencio Pimentel me hizo ver que también Larkin y Eliot se hallaban entre las varias citas de apertura de la novela de Gueorgui Gospodínov (renuncio a poner la transcripción cirílica), Las tempestálidas (2022). Esas citas hablaban del tiempo: ¿Dónde vivir, sino en los días…? Si la calle fuera el tiempo, y él estuviera al cabo de la calle el tiempo que es, al cabo, la materia de la que están hechos los libros, y los sueños, y el insomnio, y la Tradición (y la siempre pasajera novedad, claro). Gospodínov, sorprendentemente bien publicado entre nosotros (esta misma editorial ha editado Física de la tristeza y Novela natural) y muy bien acogido a eso que se llama “nivel internacional” (la Nobel Tokarczuk dice que “pocas veces llegan a nuestras manos libros tan locos y maravillosos como este”), ha tenido en Las tempestálidas ─ignoramos el por qué de este título, en otros países se ha llamado Time shelter o Cronorrefugio, lo que da una buena idea del asunto del libro─ eso tan peligroso que es una magnífica idea para comenzar un libro: el establecimiento de lugares con un tiempo detenido para que enfermos de Alzheimer se encuentren a salvo en un periodo del pasado en que aún eran capaces de almacenar recuerdos; además, ha dado con un personaje interesantísimo, el misterioso Gaustín (anagrama de Agustín, ya saben, el santo de Hipona que se preguntaba por la naturaleza del tiempo y se respondía que si tuviese que explicarla no sabría contestar). Este comienzo, enmarcado en el obvio homenaje a La montaña mágica de Mann, nos brinda 150 páginas de bastante altura, con algunas perlas como: El pasado ¿tiene fecha de caducidad? El papel pintado era una auténtica epifanía El pasado es también un asunto local Creo que toda nuestra memoria de los olores procede de la infancia ¿Cuánto pasado puede soportar un hombre? Estas últimas con ecos evidentes de Proust y Eliot, y es que gran parte de esta primera sección reverbera con ecos de los citados Mann, Proust, Larkin, Eliot, Barnes (England, England) y, por supuesto de la famosa cuarta parte de Ada o el ardor de Nabokov. Pero, acto seguido, el autor se deja arrebatar por otra idea aparentemente feliz, que no debemos destripar para el lector, simplemente diremos que se trata de un referéndum no sobre territorios como es lo habitual sino sobre el tiempo, y casi todo el resto de las 400 páginas del libro se desliza en un terreno periodístico, tópico, políticamente correcto…un proyecto, en fin, como se declara en los agradecimientos, más que una obra de arte. La desaparición del fascinante Gaustin es un recurso fácil que contribuye a la caída del interés general. Pues interesante es, desde luego, el planteamiento y bastantes de las intuiciones. Estamos en una sociedad que ha perdido la conexión con el pasado, maleducada en un presente continuo donde el “yoísmo” y la inmediatez de lo digital suplanta la perspectiva y la jerarquización de los tiempos y los saberes; donde la gratificación instantánea anula la capacidad del esfuerzo en el tiempo y por tanto de la satisfacción duradera. Una sociedad del hombre “reciente” que diría Patapievici, frente a la tradición de los valores eternos. Y es seguramente en la Europa postcomunista donde se dan cuenta de modo más acuciante de estas pérdidas, pues el comunismo trituró la historia de los pueblos e individuos, necesitado de arrancar todo resto de tradición para implantar ese espantajo, el hombre nuevo, al que el Partido necesitaba vaciar de memorias para desarrollar su horrible distopía. Nos gustaría que Gospodínov hubiera seguido un camino simbólico de la potencia del húngaro Krasznahorkai en su memorable Melancolía de la resistencia, pero se ha dejado llevar por una cierta facilidad, reduciendo el campo a lo anecdótico y auto-ficcional (ese otro monstruo del presente), con claudicaciones liberaloides y complacientes. No se trata de que los pueblos sin memoria estén condenados a repetir sus errores, no creemos en predestinaciones protestantes, sino de que, como diría el gran prócer colombiano Nicolás Gómez Dávila: “el reaccionario no es el soñador nostálgico de pasados abolidos, sino el cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas”. Bienvenido sea, en todo caso, este esfuerzo de la riojana editorial Fulgencio Pimentel, que parece decidida a publicar la opera omnia del autor búlgaro.
Ed. Fulgencio Pimentel, diciembre 2022 409 páginas Puedes comprar el libro en:
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