Media España supera la media mundial tras duplicar igualmente la de hace veinte años. En cuanto a los adolescentes, un crecimiento del 134% con relación al año pasado. Cuarenta fallecidos, cerca de mil intentos, treinta mil llamadas de ayuda. La segunda causa de muerte no natural entre ellos. También el gran tabú de una sociedad del bienestar marcada por su tolerancia cero ante la frustración, el deterioro emocional, o el fracaso.
El suicidio no es nunca un incomprensible salto al vacío. La conducta suicida presenta signos inequívocos. Hoy se reclama un Plan Nacional de Prevención, se pone el foco en los centros escolares. ¿Qué pasa con las familias? Patologías psíquicas que, aun detectadas, se ignoran o se ocultan. Abdicación de los padres, como si la tarea de formar a un adolescente fuese una mera competencia escolar. En esta sociedad infantilizada, sin otra cultura que la diversión, sin otro credo que el culto al éxito, las malas noticias se penalizan.
En esta Disneylandia permanente, ¿quién enseña a los jóvenes a afrontar el catálogo de infortunios que depara la vida? Aparentemente inmunes al desánimo, se quiebran al primer golpe. Nadie les ha enseñado a gestionar sus emociones, ni a resolver sus problemas. El salto al vacío siempre va precedido de un vacío existencial. El que genera la tiranía de la felicidad. Una felicidad pueril, evasiva, cretinizante. La que se transmite de padres a hijos como una herencia.
Las vírgenes suicidas no habían leído ‘El guardián entre el centeno’. En Salinger no hay misterio ni auras románticas. Sólo rabia, tragedia, desesperación. Justo eso que cuando se lee opera una catarsis de lectura obligada. No tanto para los émulos de Holden Caulfield, sino para tantos padres que siguen viviendo una adolescencia permanente.
Proceso de individuación, búsqueda del centro interior. Palabras demasiado grandes para una sociedad demasiado pequeña. Una sociedad tan ostensiblemente dichosa como suicida.
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