"Ahora o nunca", desapacible e intenso libro, recoge un annus horribilis en la vida del novelista, poeta y ensayista Miguel Sánchez-Ortiz (Pamplona, 1950): el de 2016. La escritura veloz y lanzada puramente al fluir de la expresión –que caracteriza la prosa de un diario íntimo– resulta una inmejorable manera para aflojar las ligaduras o distender ligamentos luego de la concentración que implica la obra de ficción (y la de no ficción; también la vida). Alternando el diario con las correcciones de la novela Las pirañas (para ser reeditada) y de Chuquiago, deriva de La Paz, texto dedicado a su añorada capital boliviana (La línea del horizonte, 2018), y también con los artículos para Cuarto Poder y Diario de Noticias, cuando Miguel Sánchez-Ortiz se ocupa de las entradas de su dietario lo hace desde unas congojas y angustias, que –él mismo reconoce– son producto de la depresión. Desde que leímos a Kafka y a Pavese sabemos que la relación entre el suicidio y la escritura de un diario es íntima; sin llegar a tales extremos sí hay que decir que las páginas de Sánchez-Ostiz se convierten en testimonio de un superyó tiránico y muy inclemente a través del cual se reprende, sin pausa, a sí mismo. Con motivo del obligado traslado del suegro a una residencia de mayores en Biarritz (amargas reflexiones sobre el olor a vejez y a muerte, a excrementos y encierro, llegar a esa especie de corredor de la muerte –desposeído de todo y sin esperanzas– son motivo recurrente), a sus sesenta y seis años, Miguel Sánchez-Ostiz reflexiona amarga y lúcidamente sobre la irremediable ancianidad que acaba deviniendo en decrepitud. Entendida como una acumulación de pasado, la vejez se presenta de manera informe y repetitiva. Hacer trabajar a la mente enfrascándose en el simultáneo faenar sobre varias obras parece ser una salida para el autor de La nave de Baco; él lucha valientemente por no ser uno de esos escritores que al acercarse la vejez, o tras un exceso de producción, ven cómo decae su talento. Asqueado de la vida social, en especial del mundillo literario (que lo repugna ya, evitando con minuciosidad todo lo que hacia él lo arrastre), la misantropía de este maldito rural del Baztán al que aquejan dolores físicos de todo jaez (cirugías dentales, dolores en hombro y articulaciones, dedos anquilosados y –como final de fiesta, como consecuencia de un absurdo accidente– quemaduras de segundo grado en manos y pierna izquierda), su misantropía, decíamos, se ve acentuada cuando constata cómo autores mediocres alcanzan una posición de genio, bien por la mediocridad de sus colegas, entre los que ningún artista superior es capaz de mostrar lo que es el verdadero talento, bien por la mediocridad del público, incapaz de comprender a una individualidad extraordinaria. «Ese viejo público de domingo y día de fiesta por la tarde, el viejo público de señoras y señores cuya aprobación o desaprobación, de manera menos deliberada que la censura franquista pero igual de eficaz, tanto ha contribuido a pervertir y depauperar la creación en nuestro país», escribió Jaime Gil de Biedma, a cuya lectura recurre Miguel Sánchez-Ostiz para sentirse menos solo. Para arrancar a su yo de ese continuo pasar que es el tiempo, y mostrarlo en todo el secreto que lleva dentro de sí, Sánchez-Ostiz saca fuerzas la mañana siguiente para seguir haciendo lo que ha hecho la víspera –y desde hace ya tiempo–, saca fuerzas para ese trajinar absurdo, para esos mil proyectos que nunca salen, esos intentos por escapar de la necesidad agobiante, intentos siempre abortados, y todo ello para convencerse una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver al tajo con la angustia del día siguiente y cada vez más precario, más sórdido… «Estoy muy resignado a trabajar toda mi vida como un negro, sin esperanza de recompensa alguna. Es una úlcera que me arrasco, eso es todo. Tengo más libros en la cabeza de los que tendré tiempo de escribir de aquí a mi muerte, sobre todo al ritmo que voy». Esto se lo contaba Flaubert a Louise Colet, y en esta época, tan marcada por la sobreproducción, la aceleración vertiginosa de los libros en las librerías, su escasa vida (y su lógica consecuencia: la descatalogación sistemática), resulta de plena actualidad. Tras leer Ahora o nunca pocas dudas me quedan de que su autor haga suyas estas frases. En lugar del insoslayable paso del tiempo cotidiano Sánchez-Ostiz ensaya con la posibilidad de desandar el tiempo vivido o de propulsarse a un tiempo por vivir, en un ir y volver que ensanche su experiencia y su sensación de existir en otros tiempos, de darse la posibilidad de evadir las exigencias intolerables del presente. Nada tiene que ver ese tiempo con el tiempo regido por los hitos de la vida campesina, esa vida sometida a ritmos cíclicos de los que emana cierta sensación de orden y concierto del universo. El tiempo de Miguel es el tiempo de una aceleración ajena a sus ritmos biológicos o a cualquier régimen estacional, porque su motor es el de una competición que no conoce tregua, menos aún en un universo digital abierto las veinticuatro horas del día durante los siete días de la semana que le demanda un permanente estado de alerta. El gran hombre llega a su tiempo, o a un tiempo que solo le pertenece a él. En cuanto al tiempo de su país, él lo retrasará o lo adelantará a su antojo. «¿Existe algo más vacío / que el cajón donde / uno solía guardar el opio?» Se preguntaba Leonard Cohen y Miguel Sánchez-Ostiz le responde, desde la vida: «Sí, la memoria cuando es un cuarto oscuro en el que refugiarse aovillado». El año acaba donde empezó, en Arraioz –Baztán, a 31 de diciembre de 2016–, y son muchos los asuntos que Sánchez-Ostiz deja pendientes. «Era ahora o nunca, y ha sido como he podido, es decir, como siempre, porque a más, te propongas lo que te propongas, no llegas». Un diario que corta el aliento. Puedes comprar el libro en:
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