Presentada al público en 1973, esta deslumbrante odisea sonora conocida como ‘The Dark Side of the Moon’ cumple medio siglo. Sin duda, el álbum más influyente de todos los tiempos, cuatro generaciones a la escucha, atrapadas en ese prisma piramidal que refracta el espectro de la luz sobre un fondo tan negro como la muerte.
Muerte en vida, la del que fue su vocalista, Syd Barret, devastado por el LSD, plasmada en uno de sus temas clave, Brain Damage, daño cerebral. Primero Speak to Me -háblame- y enseguida, el latido de un corazón en la oscuridad -Breathe, respira-. Una cacofonía de ruidos y voces, un grito de horror, una risa demente, música de cajas registradoras, el funky frenético de Money, la fórmula de éxito de nuestro tiempo. “Aferrarse con silenciosa desesperación es el estilo inglés”. Hasta que, de pronto se impone la voz de Clare Torry, un lamento sin palabras, un láser atravesando el aria de la Reina de la Noche en ‘La Flauta Mágica’. The Great Gig in the Sky, el gran concierto en el cielo, allá donde implosionan las estrellas.
El viaje de la oscuridad a la luz concluye con un regreso a la oscuridad. El vaticinio no puede ser más lúgubre. Y, sin embargo, cuánta belleza salvaje en los solos lisérgicos de Gilmour, en el piano letal de Wright, en los graves de Waters. El mensaje cifrado en sus letras sigue vigente. Pero lo verdaderamente devastador de The Dark Side remite a su calidad melódica, a sus cien innovaciones, a sus atrevimientos. Lo que suena hoy en las ondas, comparado con eso -profecía cumplida- te retrotrae al planeta de los simios.
El primer título que barajó Pink Floyd fue ‘A piece for Assorted Lunatics’ -Un tema para lunáticos variados-. Tampoco hubiera estado mal ‘Dark side of the Moon, Dark Side of the Man’. Cara oculta de la Luna, cara oculta del Hombre. Imposible conocer la luz sin haber experimentado el lado oscuro de la humanidad.
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