La poesía, entonces, la que percibe María José Sáenz, convierte su experiencia vital con las mujeres de esos talleres, en “ácido almíbar” (título de un poemario de Rafael Soler), oxímoron viene como anillo al dedo y que mejor concuerda con los poemas de Afuera hay sol: «Afuera hay sol. / Detente y míralo, / escucha su cierta melodía / en su triste corazón aún caliente». Ciertamente, y a pesar de las amargas vivencias de las mujeres que atiende como profesional nuestra poeta, la palabra es aquí verdadero bálsamo, el calmante, la pócima capaz de aliviar tanto sufrimiento o tanta soledad: «A la consulta vienen las mujeres casi siempre solas. / Hay trampas en las casas, / largas vigilias donde arde el alcohol y el sometimiento. / Estas historias me hacen tanto daño como un endiablado rayo / de tormenta seca: sin agua para sofocar los terribles incendios / del bosque que crece en el corazón. / Tengo miedo de seguir contemplando desiertos de ceniza».
La poesía es como el sol que nos calienta, como la luz que nos guía o el vuelo de un pájaro en el firmamento. Este poemario, el primero de María José Sáenz, contiene la ardentía de la palabra, esa que nace del silencio y muere en el silencio. La mujer es el centro, su sensibilidad se muestra en cada verso y su condición femenina nos descubre un mundo tan cercano como desconocido. Herida por la cotidianidad de su trabajo desvela Sáenz lugares comunes y voces desgarradoras: «De todas las experiencias, quizá / la menos asumible, y la que deja en el alma / una isla solitaria y oculta, / es ver morir a un hijo o a una hija. // Esta misteriosa frase repetía en la consulta: / “Mi dolor no tiene remedio ni fronteras / pero no quiero perderlo». Del dolor y la soledad nace la palabra poética de María José Sáenz, también de la ajena se retroalimenta para crear un espacio, una isla, un universo propio donde amasa día a día el amor y la esperanza: «En mi jardín nocturno crece / la mala hierba del desasosiego; el trajín acumulado de los días, / la espina del dolor que traiga a casa, / el ancho sufrimiento que viste los tapiales / como una enredadera; / la enferma flor de amores desdichados, la temblorosa hoja de amargas decepciones. // Y en mi jardín nocturno también crece / el ebrio perfume de las rosas, / el aroma calmo de azahar, / la deliciosa emanación de hierba luisa, / la misteriosa esencia de la madreselva, / el bálsamo fragante de toda la feliz verdura. / Es éste mi vivir y doy gracias por él». Siente la poeta en su ser al otro ser, ese que en el tiempo brama, sometido, violentado tal vez, y ya no cabe sino alentar la palabra, que vuele alta, sobre el mundo: «Qué es lo que hemos aprendido / en las alas del tiempo? / Ya no puedo soñar, la alegría se pudre como un hongo / en el aire brutal de tu dolor, hermana, hermano. / Regreso a casa y abro la ventana: / el monte duerme acariciado por la bruma». A la mujer inquiere, a la que calla en su miedo todos sus padecimientos, cada punzada, cada golpe, en ese calvario continuo que la humilla y la destrona de la vida. Por eso el grito, consecuencia de lo vivido y sentido por la poeta con otras mujeres, como una rotunda sentencia: «Si tú no hablas, hablará tu cuerpo».
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