Ya lo sabemos casi todo de él. Conectado a una base de datos que roza el infinito, ChatGPT responde a todas nuestras preguntas redactando textos impecables, a la manera requerida por el usuario. Y es precisamente ahí donde comienzan los problemas. Nuestro Pinocchio cibernético no sólo puede convertirse en un aliado providencial para estudiantes indolentes. Puesto que carece de límites éticos, también puede erigirse en un mentiroso compulsivo y generar toda una galaxia de malwares de última generación, paralela a otra de fake news, igualmente de magnitudes siderales.
En el país en el que vivimos resulta difícil sustraerse al sarcasmo. ¿Acaso no hubiera sido más sensato delegar en ChatGPT la redacción de leyes como la del ‘Sí es sí’ entre otras tantas tan progresistas que revocan el delito al dictado del delincuente?
No hay nada irónico en afirmar lo siguiente: lo temible, en ambos casos, no es el software, sino la mente humana que lo diseña. Y lo más sensible: su grado de conciencia, es decir, su relación con la verdad.
ChatGPT puede construir una tesis doctoral -o el programa de una campaña electoral- acumulando afirmaciones prodigiosamente argumentadas, siendo todas ellas falsas. Indiferente a la veracidad de sus postulados, los configura adaptándolos a su interlocutor. Son los riesgos inherentes a jugar al aprendiz de brujo, y los derivados de divinizar todo lo que produce Silicon Valley.
En un mundo de seres adultos, no este de niños fascinados con Pinocchio, ChatGPT no superaría el rango de un juguete banal. ¿Por qué? Porque esas mentes adultas detectarían la verdadera creatividad, el alma de un texto, su latido, todo eso que no puede suplir ninguna máquina. En el nuestro, mundo de autómatas felices que sueñan con Metaversos, ChatPGT es el verdadero Sumo Hacedor que nos merecemos.
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