Conocí a Mohamed El Morabet hace unos años, en Córdoba, en unas jornadas sobre la escritura de las dos orillas (Marruecos y España), en la que participamos ambos junto a otras personas de esas nacionalidades. Luego, lo he vuelto a ver hace unos días, en el Instituto Cervantes, en el homenaje que la Asociación Internacional Humanismo Solidario le hizo al escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Y lo volveré a ver en unos días, si nada lo impide, en la presentación que hará en Madrid, del último libro de relatos de Sergio Barce.
Mohamed El Morabet (Alhucemas, 1983) vive en Madrid desde 2002, lugar en donde se licenciaría en Ciencias Políticas. Se pronunció literariamente con Un solar abandonado y, ahora, acaba de poner una pica en Flandes con El invierno de los jilgueros. Una novela que ha sido premiada con el XV Premio Málaga de Novela, por un jurado compuesto por Pilar Adón, Luis Alberto de Cuenca, Eva Díaz, Antonio Soler, Alfredo Taján, Alberto Olmos, Ana Cabellos y Susana Martín Fernández.
Espacialmente, Mohamed El Morabet vuelve en El invierno de los jilgueros a su tierra natal, tal como hiciera en Un solar abandonado. Pero, no solo está presente Alhucemas, también Tetuán, Ceuta, Málaga o Madrid, ciudades que han conformado, y parece ser que lo seguirá haciendo en el devenir -como no puede ser de otra manera-, el imaginario de este escritor que ya se ha instalado con su última obra, dentro de los narradores más relevantes y sugerentes del territorio nutricio de la novela en España. En literatura resulta difícil aseverar cuánto hay de biográfico o no en una obra determinada. Pero, eso en realidad, poco o nada importa.
El invierno de los jilgueros es una novela por la que transitan un grupo de “vidas” entrelazadas por las relaciones familiares, los lazos de vecindad, los sellos imborrables que acuñan en nuestras entretelas las costumbres y las tradiciones, los balbuceos siempre latentes de la niñez y sus sombras alargadas, la aparición de la sexualidad, las preguntas que se quedaron sin respuestas, los anhelos siempre latentes aunque anden adormilados, la persecución de la belleza y del conocimiento, el empeño por encontrar -y encontrarse en- ese algo indefinido que creemos ver en el horizonte que dibujamos cada cual a su manera, los olores y sabores que jamás olvidaremos porque quedaron engarzados por siempre en la araña de la pituitaria y en el interior de nuestro cerebro, la impotencia de la soledad, el trampantojo de la locura, la aridez del desierto, los denuestos de la guerra, la orfandad temprana, las dificultades de adaptación a otro medio, el espinoso encaje de las diferentes culturas y religiones, y todo lo que conlleva -a partir de ser conscientes de que poco o nada somos- el universo de unas relaciones que debieran ser fraternas, y que a veces por la ceguera de los tiempos hacen imposible el poder vivir en paz e igualdad, por motivos espurios y degradantes.
Mohamed El Morabet ha firmado con El invierno de los jilgueros una amable y contundente y emocionante y lúcida y atractiva novela que debe ser leída, en donde no solo tiene cabida la inventiva, sino también la memoria, la anotación del diario, la epístola, además de la utilización de un abecedario de alas de belleza en donde el mundo queda explicitado. Porque, como dice uno de los personajes centrales de la misma: “Hay que sacudir despacio la arena de las palabras.”
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