www.todoliteratura.es
Representación del  Cyrano de Bergerac
Representación del Cyrano de Bergerac

El Tenorio y Cyrano, un par de virtuosos

lunes 23 de enero de 2023, 07:00h

Tras comer en casa de mi amigo el siempre intrépido Juan Grande, decidimos emprender un paseo por la amena Alcalá de Henares sin mayor propósito que orearnos con su bullicio navideño y, claro, de tanto en tanto, husmear por algún comercio peculiar. Practicando este caprichoso merodeo, entramos en la librería Diógenes, y bien fuera por no desairar la esplendidez del establecimiento o bien porque la traducción se debiese a mi estimado Mauro Armiño, me proveí de la edición en Alianza del Cyrano de Bergerac (1897), de Edmond Rostand.

Estas noches, mientras avanzaba por sus escenas, disfrutando las jugosas notas al pie de página, donde Mauro nos descubre cuán minucioso era el conocimiento de Rostand del llamado Grand Siècle, aquel del París barroco con sus singularísimos personajes —desde Les Précieuses al cardenal Richelieu, todos mencionados o transeúntes en este drama—, me fueron surgiendo las comparaciones que motivan estas líneas y que, sin duda, Mauro había germinado tácitamente en su prólogo, pues allí nos expone que Cyrano de Bergerac presentaba, cuando se estrenó, unas formas trasnochadas para las exigencias estéticas del arte dramático del momento; pensemos en el empeño por la representación realista de André Antoine en su Theâtre Libre del París finisecular, o de la vigencia en la Europa de entonces del teatro simbolista, encabezado por Maurice Maeterlinck, y nada de estas corrientes asoma por la dramaturgia del Cyrano; al contrario, se atiene —con pujos de un humorismo que algún crítico calificó de facilón— al melodrama que campeó durante la mitad del siglo que ya moría, el XIX. Y, sin embargo, el Cyrano constituye el éxito más clamoroso que haya conocido el teatro francés y desde la misma noche de su début, el 27 de diciembre de 1897; al punto de convertirse en la función más representada en Francia durante el s. XX. Resultando esto ya admirable, ha sido adaptado a opera en cuatro ocasiones —en 1899 por Herbert; seguidamente por Damrosch, en 1913; para continuar con la más conocida de Alfano, de 1936; a la que debo sumar cuarenta años después, la casi exótica por estonia, de Tamberg— y a cine, al menos, en cinco —desde la versión muda, de 1900, hasta el musical de Wright, en 2021, pasando por la hollywoodiense de 1950 o la fastuosa de Rappaneau, en 1990, sin eludir la comedia de Michalik sobre su concepción, de 2019—. Como observan, un cúmulo prolongado de hechos que eleva a Cyrano de Bergerac a la categoría de asombroso, cuando —repito—, por sus urdimbres ya manidas, parecía condenado al perecedero entretenimiento.

Y fuera porque la pieza de Rostand trata de los trabajos de amor baldíos de Cyrano por Roxana, o fuera por ser la función más representada en Francia durante el pasado siglo, o por desenvolverse en un marco de “capa y espada”, era inevitable mi comparación con el Don Juan Tenorio (1844), de José Zorrilla; pues, entre lances de estoque y embozos de pañosa, el drama del vallisoletano también expone el amor inconsumado —aunque el rapto del convento pudiera suplantar al ayuntamiento carnal— del gran burlador por doña Inés de Ulloa, y sobre este par de coincidencias, es la obra más representada del teatro español durante el s. XX con una dramaturgia que ya resultaba —como la del Cyrano durante su estreno— de un romanticismo acartonado, por más emoción que aún suscitase en los patios de butacas; de manera que ambos títulos comparten características y acontecimientos muy semejantes.

Llegado a este punto, no puedo ocultarles que Rostand escribió también su Don Juan (La dernière nuit de don Juan [1921]), estrenado póstumamente y donde el simbolismo de Maeterlinck, antes mencionado, juega un papel tan decisivo en su concepción dramática como para convertir la función en una contrición espiritual del burlador. Mas el conocimiento de este postrer título de Rostand no me distrajo de los paralelismos entre el Tenorio y el Cyrano; al contrario, aumentó mi intriga hasta que concluí ante uno que considero medular en ambas piezas: mientras don Juan, que secuestra a doña Inés por una apuesta, ante su presencia sufre tal deslumbramiento amoroso que sus lujuriosas intenciones se tornan virtuosas; Cyrano, por su parte, impedido por la lacha de su nariz, se vale de una bella máscara —Christian— para exponer su amor; por tanto, sus ansias se ven restringidas siempre a la virtud. De modo que en ambas nos hallamos ante una única concepción del amor como un fenómeno virtuoso, pero también ante dos procederes absolutamente divergentes para alcanzarlo: mientras el Tenorio se impone con un violento rapto; Cyrano se oculta tras un enrevesado juego de seducción. Entonces y a la vista de la abrumadora apetencia durante la pasada centuria de los públicos de ambos países, España y Francia, por sus respectivas representaciones; ¿no podría afirmar que estas obras concretaban dos formas que, por disimiles, eran peculiares de cada nación para obtener el amor…? Podría, pero no dejaría de ser un gracioso atrevimiento, y más en la actualidad cuando las maneras en estas lides han variado tanto que estas célebres piezas teatrales quizá se antojasen para un muy nutrido público de ambos países más bien ridículas.

Y esta conclusión me recuerda que existe otro Don Juan que aguarda su estreno desde hace noventa años y que, no obstante, por amoldarse mejor con las costumbres actuales, quizá encontrase ahora su momento: El burlador que no se burla (1927), del olvidado Jacinto Grau.

Puedes comprar el libro en:

9788491043133
¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios