La vida y sus momentos nos visitan entonces como un aura fugaz que nos cruza por el pensamiento y nos ilumina el corazón. Amar. Sentir. Añorar. Perder. Todo lo que existió dentro y fuera de nuestro cuerpo se nos viene encima como un aluvión de imágenes y sensaciones. Ese viaje sensorial que se expande a nuestro alrededor nos invita a transgredir la barrera del tiempo y anticiparnos —aunque sea figuradamente— al paso del tiempo. Manecilla conspiranoica de nuestra existencia porque nos obliga a viajar al pasado. Viajar es volver a sentir. Y también volver a ver. Ver a través de otros. Una opción que nos lleva a una heroica victoria sobre el tiempo, y que hemos podido hacer en la exposición “El Japón en los Ángeles. Los archivos de Amalia Avia", gracias a esta gran pintora realista que durante su dilata vida artística ha tenido la habilidad de llegar a detener el tiempo. En la magna exposición que la Comunidad de Madrid ha realizado de la pintora toledana y madrileña hasta el pasado 15 de enero en la Sala de exposiciones Alcalá, 31, hemos podido contemplar —atónitos— nuestro más reciente pasado en obras que se caracterizan por detener el tiempo en un efímero instante que, sin embargo, cuando te detienes delante de cada una de ellas, tienen la cualidad de la permanencia en el mismo y la plenitud y la fuerza del mensaje que transmiten. La capacidad de llegar a abrazar ese momento mágico es uno de sus grandes logros, pues imbuidos por su constancia, detalle y luz, caemos rendidos en ese otro camino que es el de la ensoñación de lo que una vez fuimos. Un camino en el que Amalia Avia se ha detenido con mucha intensidad en Madrid. Un Madrid atemperado por la luz. Un Madrid a medio camino entre el poblachón manchego que fue y la modernidad que se fue fraguando poco a poco hasta llegar a nuestros días. Un Madrid gris y ocre, por los colores que su mirada han querido resaltar. Una ciudad que nunca te deja indiferente porque te logra transmitir el mensaje de la extemporaneidad. No hay tiempo que haga sucumbir a sus calles, tiendas o monumentos, por mucho que los remodelen. Hay una memoria colectiva inherente a cada época, y la que pinta Amalia Avia es la de una época que se abría paso hacia la luz incierta del mañana. Un mañana que quiso ser distinto, pero que acabó siendo igual, como ocurre a lo largo de la historia del ser humano.
“El Japón en los Ángeles” es la mejor yuxtaposición entre la pintura y su lugar en el mundo. Fiel cronista de su época que, sin embargo, en el caso de Amalia Avia comenzó con tímidas figuras humanas y cuadros relacionados con las fiestas populares o con las manifestaciones de los obreros en las calles, para desplazarse hacia el espacio más perenne de las fachadas, puertas, edificios y monumentos que, por sí solos, reflejan el retrato de una época, pues contemplarlos es adivinar cuándo transitamos por ellos, o sin darnos cuenta, cuándo nos paramos a observarlos. Estos anónimos lienzos, de esta forma, se transforman en el leitmotiv de nuestra memoria. Una memoria que en demasiadas ocasiones se limita a lo más próximo como símbolo de lo injusto que somos. De ahí que, otro de los aciertos de la obra de Amalia, sea el de abrirnos lo ojos y dar paso a esa otra memoria más colectiva, y quizá, de ahí provenga nuestra expresión de asombro cuando nos descubrimos a nosotros mismos delante de alguna de las obras que ella ha dejado plasmadas como un aguerrido guerrero —guerrera en este caso— que se superpone al paso del tiempo.
Hay que destacar que no es solo lo exterior lo que se refleja con fuerza en la exposición, sino también lo interior a través de estancias, dormitorios, camas, cuartos de costura, etc., lo que nos sitúa de nuevo en el reflejo de una época que se nos fue por el balcón de los recuerdos. Recuerdos que son la mejor manifestación de la anticipación al paso del tiempo.