En una rebosante Librería Rafael Alberti (Madrid), epicentro de tantas presentaciones memorables en las últimas décadas, el jueves 12 de enero, la escritora de origen onubense vino a poner de largo, a entregar al lector, una novela escrita con la pasión que se deposita en los primeros amores y también, con la arquitectura precisa en el decir, en el contar, a la que nos tiene acostumbrados a los lectores que la perseguimos desde los inicios de su carrera literaria.
Desde que principiara con La ciudad en invierno (Caballo de Troya, 2007), a la que le seguirían La ciudad feliz (2009), La trabajadora (2014), Los últimos días de Adelaida García Morales (2016), o el magnífico libro de relatos La isla de los conejos (2019), todos ellos publicados en Random House, y con los que ha obtenido un importante número de premios y de reconocimientos, además del afecto de un buen puñado de lectores que la siguen en cada entrega, la narrativa de Elvira Navarro, que ha sido traducida al inglés, francés, sueco, italiano, japonés, serbio, coreano y turco, no deja de asombrar por la delicadeza, meticulosidad y profundización psicológica que hace de los personajes y de los espacios en los que los sitúa, y que viene a entretejer en agudísimas tramas con las que elabora sus ficciones, hasta el punto de haberse convertido en uno de los referentes literarios de este país, sin discusión posible.
Con Las voces de Adriana Elvira Navarro le da una vuelta de tuerca al siempre difícil hecho de narrar, y hace una apuesta arriesgada a mi entender, pero, que culmina con éxito, en esta obra dividida en tres actos y que debe ser leída no solo por el fondo sino también por la forma en que la ha finiquitado.
En las entretelas de Las voces de Adriana se dan cita el luto, la memoria, la fidelidad con el imaginario -que siempre es pretérito- sea cual fuere el mismo y aunque éste ande moldeado una y otra vez por el tránsito de los días, pero que nunca está ausente de las constantes vitales que nos conforman y que identifican una génesis dada, una manera de proceder aprehendida, heredada, y que está implícita, sellada, marcada a fuego en nuestra consciencia, aunque queramos evitarla. Lo mismo ocurre con los recuerdos, con lo soñado y con lo vivido, que al final es un todo apelmazado, un constructo si lo desean, y con los olores, las pérdidas, las ausencias, las búsquedas pasadas o presentes, la necesidad irrechazable del aprendizaje o la llegada de la demencia, el respeto a los ancestros y los cuidados que se les deben a los mismos, el convertirse en padre o madre de tus padres cuando toca, cuando llegan a viejos y necesitan ser cuidados como niños, el desamparo de las residencias de mayores, las relaciones pasajeras y a veces casi imperceptibles que propician la conformación de la sociedad en nuestros días, el horror de la guerra, sus consecuencias y las deshumanizadas venganzas que se anudan a ella, la envidia que invita al odio extremo, la necesidad, el hambre, el esfuerzo, la dedicación y el estudio, el ansia por cambiar, la huida, la fuga, en definitiva… la vida y sus mil formas de afrontarla.
Hay en Las voces de Adriana también, claras escorrentías de realismo mágico, especialmente en la tercera parte de la novela, que dicho sea al paso, viene a ser el corpus esencial de la misma, y que podría funcionar sin duda como una obra teatral breve, en la que, en el escenario situado frente al espectador, que en este caso es lector, se dan cita tres voces: las pertenecientes a tres generaciones de mujeres: Abuela, Madre e Hija.
Una excelente novela la de Elvira Navarro, que debe leerse por afecto lector si lo tiene o por curiosidad de espeleólogo en su caso, por la forma en la que ha sido manufacturada.
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