Isabel Marina, que dirige la conocida revista de poesía Ítaca, es licenciada en Periodismo y máster de Radio Nacional de España, y ejerció otrora como directora de comunicación de la Universidad Carlos III de Madrid, además de haber sido asesora personal de Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Constitución Española de 1978. Ha publicado con anterioridad Acero en los labios (2016) y Un piano entre la nieve (2016, y reeditada en 2022).
Con un exquisito proemio titulado Soles que se pierden de Ángeles Carbajal, y que recomiendo se lea con interés por el retrato que hace del contenido del mismo, Isabel Marina nos acerca con esta nueva entrega a un mundo en donde la autora reivindica la necesidad de no dejar de recordar mientras se pueda; el asentamiento del pretérito en el presente, para, junto con él, proyectarse hacia el siempre incierto devenir, pero, acompañados siempre de manera ineludible, por la retranca de lo acontecido en nuestras vidas, tanto de forma individual como colectiva -en las sociedades que habitamos-, sean estas cuales fueran: “La ausencia / convierte la casa / en cavidades vacías. / Cada habitación es una / donde trato de respirar, / de insuflar vida, / pero la casa entera / es un museo, una urna / donde siempre faltan aquellos / que han desaparecido. / Solo puedo vivir aquí / porque canto su ausencia, / porque respiro su ausencia, / porque miro / hacia el sillón vacío de mi madre, / hacia la habitación de mi padre, / y aún puedo verlos. / Aún están.”
La constatación de la finitud de la existencia del Ser, que no de la Naturaleza, la que estamos destruyendo con nuestros actos dicho sea al paso: “Esta mañana he vuelto a la playa / que vieron mis ojos de niña. / Inmóvil en mi memoria, / no ha cambiado perceptiblemente. / Paseo por esas calles / con la imagen de hace cuarenta años. / Recuerdo que mi madre / me daba fruta al salir del agua. / Brillaba entonces el mismo sol / que ha brillado hoy. / Pero miro al horizonte / y sé que todo ha desaparecido. / Igual que desapareceré yo.”
Dividido en tres partes, Malinconia, Fragile y Bloom, aunque conformados con el mismo sustrato, contiene sesenta y dos poemas por los que transitan los espíritus de la música, la ópera, el drama que a veces supone vivir, la implosión de la juventud y su espontaneidad, la quietud de la madurez a veces tan obligatoriamente serena, calma y extraña en exceso, que viene a confirmarnos que la resiliencia de nada vale cuando la barca pone rumbo hacia Leteo y en su desembocadura, no tan lejana, espera Cerbero con sus tres cabezas de perros viejos: “En mi memoria resuenan / los crisantemi de Puccini. / Celebro entonces / la madurez de mi piel, / que evoluciona sin cesar. / Solo continúa firme / esta costumbre perversa / de escribir poemas. / Cada año que pasa / se agranda la luz / sobre mi figura pensativa. / Así voy navegando, / dejando tras de mí / la estela de otros tiempos, / desembarcando en este muelle, / en esta inutilidad, / en esta playa desierta, / en este abandonado / paisaje industrial.”
O el conocimiento expreso de que siempre estamos in itinere, de paso, como las aguas de Heráclito: “Quedará la pavesa / en el sabor de aquel abrazo. / Los anclajes del tiempo nos traerán / el consuelo, la imploración, el silencio. / De los rescoldos surgirán las aves / y la música y las palabras que vuelan / sobre nuestra piel envejecida. / No sabemos del poder de esos restos, / de esas fotos en el mueble, / de esos recuerdos de los padres / cuando ya han desaparecido. / Cuando ellos se van, / empieza nuestra cuenta atrás, / proyectamos la mirada / hacia lo que hemos de vivir, / y, más adelante, / hacia el rastro, aún ardiente, / de nuestra ceniza.”
Un excelente poemario Un árbol que tiembla, que debiera ser leído.
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