Por encima de su gran rival, Francisco I de Francia, que sólo se valía de siete códigos conocidos, Carlos V manejaba hasta veinte sistemas de encriptación -unos en clave de estenográfica, otros de distribución binomial-. Con una elocuente particularidad: pese a vivir rodeado de criptógrafos su desconfianza era tal que, en ocasiones, era él mismo quien cifraba sus cartas. Una bien conmovedora es la que envía a Enrique VIII para convencerle de que no repudie a Catalina de Aragón, que era su tía. En otra, la que remite a su embajador en Génova, emplea un código muy semejante al empleado para comunicarse con Saint-Mauris. ¿“Diabólico”? Lo descifró un historiador español, Galende Díaz, en 1992, y no fue noticia.
Volviendo al “excepcional” logro francés, la premura mediática ha ignorado lo verdaderamente decisivo. Recurrieron a un lenguaje de programación llamado Python -digno de Monthy-: los resultados iniciales concluyeron que su software necesitaría un lapso de tiempo equivalente a la edad del universo para descifrar el código. ¿Cuál fue la verdadera piedra Rosetta? Una historiadora, Camille Desenclos, que localizó otra carta de Saint-Mauris en la que se incluía una clave aproximada al código en cuestión.
El corolario invita a derivadas tentadoras, como la de relativizar nuestra hiperestesia tecnológica, incluida la del sistema Pegasus. Me tienta más pensar hasta qué punto nuestras vidas, aparentemente tan diáfanas, responden o no a un orden oculto.
Como si una trama invisible hilvanara lo que nos sucede y todo obedeciera a un propósito. O, mejor dicho, a una ‘Cryptica Scriptura’ que sólo se descifra… ¿Cómo? Tal vez leyéndola con los ojos cerrados.
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