Esta denominación la formuló el brillante financiero Eric Weinstein tras la bochornosa persecución —aunque saliesen cuantiosamente compensados— de su hermano Bret y de su cuñada Heather Heying en el campus de la Evergreen State College, de Olimpia, en el esquinado estado de Washington, si bien obtuvo el grado de etiqueta —al menos, en el mundo anglosajón— tras el comentado artículo de Bari Weiss “Meet the Renegades of the Intellectual Dark Web” (Conoce a los renegados de la web oscura intelectual), del 8 de mayo de 2018, en The New York Times. Lo chocante del asunto me asaltó en cuanto descubrí que Weinstein se inventó tal lema como una humorada, al que luego, Bari Weiss otorgó con su crónica status de definición bajo la que agrupar a todos aquellos intelectuales que se habían mostrado hostiles o al menos habían expuesto públicamente sus críticas contra la ya avasallante “corrección política” y su rimero de “discriminaciones positivas” —por otra parte, oxímoron chirriante en español, donde existe la voz “promoción” que significa lo mismo y es más certera y elegante— y que de algún modo habían sido castigados o postergados por ello. Los reunidos bajo esta etiqueta —estadounidenses, británicos y hasta algún canadiense— por Bari Weiss en su divulgado artículo eran tan heterogéneos que alguno de ellos, como la historiadora Alice Dreger, manifestó su extrañeza por hallarse incluida, pues desconocía a la mayoría del resto y, por tanto, era imposible que formasen cualquier tipo de hermandad, y menos que estuviesen coordinados para algún propósito común. Sin embargo, lo sustancial era la aceptación de la definición, intellectual dark web, en el mundo cultural anglosajón.
De inmediato me vino la pregunta: ¿por qué había cundido tal etiqueta? Evidentemente, porque había acontecido una serie de hechos capaces de ser tildados de escándalos por su despótica arbitrariedad y por las personas que se vieron perjudicadas por ellos. Quizá uno de los primeros sucedió en 2005, en la reputada universidad de Harvard, cuando Larry Summers —luego, con Obama, ministro de Finanzas— se vio obligado a dimitir como rector tras responder a un cuestionario que tal vez hubiese menos matriculadas en ciencias, y concretamente en Exactas, por alguna “causa intrínseca” a la naturaleza femenina; respuesta, por otro lado, que pudiera tener su constatación neurológica, habida cuenta que en la especie humana el cerebro del macho y de la hembra no son exactamente iguales; por ejemplo, el de la mujer está más desarrollado en el área que rige la locuacidad. Tan estridente como esta dimisión resultó el memorando del ingeniero James Damore Google’s ideological Echo Chamber (Cámara de eco ideológico de Google), de julio de 2017, donde exponía a la omnipresente compañía que el ejercicio de la “discriminación positiva” en el ámbito sexual pudiera ser evitado con un conocimiento más profundo de las capacidades y habilidades innatas de la mujer a la hora de asignar los destinos laborales. Tachado de “machista” como Summers, Damore fue despedido, aunque su informe ya se había propagado por la red con la consiguiente controversia. Y este sonoro despido se sumó a otras cuantas puniciones muy divulgadas por opiniones vertidas sobre las inconsistencias antropológicas y hasta legales de las obligatoriedades “positivas” respecto a lo femenino o a lo racial como en el caso de Bret Weinstein, por no olvidar la reciente renuncia al decanato de Arquitectura en Princeton del español Zarea-Polo al oponerse a estas injerencias “positivas” en su tarea docente.
Y por más que algunos de los incluidos en la intellectual dark web sean absolutamente beligerantes contra lo “políticamente correcto”, en su mayoría sostienen opiniones moderadas e incluso progresistas; luego, el problema emana de sus vilipendiadores, quienes actúan como una masa con la susceptibilidad maleada y agitada por la publicidad y los mass media. En consecuencia, ofuscados por la emoción y el prejuicio, desdeñan la razón y la ciencia, cuando estas, razón y ciencia, constituyen, desde la Ilustración, los pilares en que se funda nuestro actual sistema político de libertades y derechos —ese que permite sus acaloradas condenas—; al tiempo que con su intransigencia, y hasta violencia, envilecen las causas loables —el feminismo, la igualdad racial, la dignificación de las minorías…— que pretenden defender. Y lo que ya me parece más peligroso: de proseguir los sometimientos de las empresas y los estamentos científicos a esta nueva masa enfervorecida, nos abocamos de facto a una oclocracia mortífera para el equilibrio de poderes que propicia el Estado de Derecho; y por si lo dudasen, recuerden Furia (1936), de Fritz Lang, o La jauría humana (1966), de Arthur Penn, o Ágora (2009), de Alejandro Amenábar.
En cuanto a la estrafalaria trapatiesta por la “ley del hombre de los caramelos”, demuestra por las obtusas y cerriles actitudes, antes y después de su promulgación, que sus impulsoras son un reflejo ibérico de esa temible masa prejuiciosa norteamericana; y por vergonzoso y dañino que resulte para todos, todavía integran el Gobierno.
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