Xosé Manoel Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Santiago de Compostela. Con el manuscrito de esta obra consiguió el prestigioso Premio Internacional de Ensayo Walter Benjamin 2021. En el libro analiza las diversas modalidades del recuerdo público y privado del frente del este en la Europa de la posguerra, durante la Guerra Fría y después de la caída del Muro de Berlín hasta el momento actual. Una mirada incisiva y objetiva de lo que ha sucedido y está pasando en esa parte del mundo. ¿Cómo surgió la idea de escribir “Volver a Stalingrado”? Al hilo de mi interés académico por la historia sociocultural de la guerra y la violencia, también llamada nueva historia militar, llevo ocupándome más de tres lustros de la historia de la guerra germano-soviética, fruto de lo cual fueron varios libros (sobre la División Azul, 2016, también publicado en alemán e inglés, o sobre el propio frente del este en 2007, reeditado y reactualizado en 2018). En el curso de esos trabajos, pude acumular información acerca de los diversos modos en que la guerra germano-soviética fue recordada en varios países europeos que participaron en la contienda, y no sólo Alemania y la URSS/Rusia, sino también Italia, España, Finlandia, y las diversas repúblicas postsoviéticas. Mi interés por el análisis de las políticas de memoria en perspectiva comparada, patente p. ej. en mi ensayo sobre los lugares de dictador en Europa tras 1945 (cf. mi Guaridas del lobo, 2021), me llevó igualmente a interesarme por analizar las formas en que el frente del este, una contienda decisiva dentro de la II Guerra Mundial, en la que participaron soldados de buena parte del continente europeo, fue recordado en todos esos países. Y a ampliar el foco de mi interés hacia la “cultura histórica” y la cultura popular, desde el cine a la literatura o incluso los videojuegos, además de los ritos, ceremonias y monumentos. Me di cuenta de que faltaba un ensayo comparativo y ambicioso, por lo que me puse a ello. Y este fue el resultado. Su trabajo ha ganado el V Premio Internacional de Ensayo Walter Benjamin 2021. ¿Por qué lo presentó a dicho premio y que ha supuesto conseguirlo? La idea de escribir este ensayo rondaba mi cabeza desde hacía tiempo. La oportunidad de presentarse al premio Walter Benjamin funcionó como un aliciente para acometer el trabajo definitivo. Un premio, además, que lleva el premio de un intelectual tan relevante como Walter Benjamin constituye una motivación adicional. El frente del Este de la Segunda Guerra Mundial fue el más sangriento de todos. Más de la mitad de las bajas alemanas se produjeron allí y los muertos soviéticos no se conocen bien las cifras. ¿Por qué se ocultan esos datos? La URSS tras 1945 tuvo una relación paradójica con los datos de muertes propias en la contienda. Por un lado, la magnitud del sacrificio soviético en la lucha contra el fascismo servía a Stalin y sus sucesores como argumento propagandístico frente a los antiguos aliados capitalistas, y fundamentaba una cierta imagen de superioridad moral, también admirada fuera. Por otro lado, no había un cómputo preciso de las bajas militares, y aún menos de las civiles. Muchas de ellas habrían podido ser evitadas, si la conducción de la guerra por Stalin y sus generales, sobre todo hasta 1943, hubiese sido distinta. Por ello, las cifras podían volverse contra la propia imagen heroica de la guerra que el régimen comunista quería presentar. Generales como Gueorgui Zhúkov, que llegó a ser ministro de Defensa y fue uno de los héroes de Stalingrado, no le importaba mandar a sus soldados al matadero con tal de ganar las batallas. ¿Fue algo normal en los soviéticos esa táctica? Zhúkov fue probablemente uno de los generales soviéticos más cuidadosos en ese sentido, comparados con otros. Pero en general el esfuerzo de guerra soviético se basó en la coerción, además de en la propaganda patriótica. Los bolcheviques habían aprendido en la guerra civil rusa que sólo con disciplina de hierro se podía ganar la guerra, y el Ejército Rojo siguió fiel a esa creencia. Aunque las tácticas y el equipamiento mejoraron mucho desde fines de 1942, lo cierto es que las estrategias de combate soviéticas eran muy inferiores a las alemanas, pero se basaban en el empleo masivo de algo que no escaseaba en su retaguardia, hombres que movilizar. Ahí los alemanes y sus aliados jugaron siempre con desventaja. El general Halder, jefe de Estado Mayor de la Wehrmacht, escribió en su diario que era desmoralizador para sus hombres que, tras aniquilar una división soviética, llegaba otra que la reemplazaba. Los alemanes emplearon el exterminio de minorías y de ciertas razas durante la II Guerra Mundial, los soviéticos se emplearon con dureza y brutalidad durante su avance a Berlín. ¿Se podría denominar “guerra total” a estas formas de guerra o son simplemente crímenes de guerra? El concepto guerra total, acuñado por Joseph Goebbels en febrero de 1943, se refería más bien a la subordinación total de todas las capacidades y funciones del Estado y la sociedad de retaguardia al objetivo de ganar la guerra, sin contemplaciones y costase lo que costase. No llevaba necesariamente implícita la comisión de crímenes de guerra o de genocidios. Pero hay que decir que en muchos aspectos la I Guerra Mundial ya había sido una guerra total para los Estados beligerantes, como lo había sido la guerra civil española. El III Reich planeó la invasión de la URSS como una guerra distinta, sin atenerse a las normas de la Convención de Ginebra (con el argumento de que la URSS no la había firmado), cuyo objetivo era el exterminio no sólo del régimen soviético, sino de buena parte de su población a corto y medio plazo, para convertir a los pueblos eslavos en pueblos colonizados, y repoblar parte de su territorio con alemanes y otros colonos germánicos. Junto a ello, se aceleró y radicalizó la política de exterminio de los judíos y romaníes, lo que sucedió al compás de la guerra en el Este (solución final adoptada en enero de 1942). Eso era una guerra de exterminio, simplemente, que iba más allá de las tácticas de guerra colonial más o menos importadas en otros conflictos europeos. El ejército soviético, por su parte, planteó una guerra sin cuartel, pero trató mejor a los prisioneros de guerra alemanes de lo que los alemanes hicieron con los soviéticos (más del 50% de ellos murió durante el cautiverio); sus soldados cometieron cientos de miles de violaciones en Alemania oriental y otros territorios, pero como ocupantes se preocuparon después de alimentar a las poblaciones conquistadas. El Ejército Rojo fue a menudo más duro hacia los propios soviéticos (civiles sospechosos de colaboracionismo, soldados ejecutados por supuesta cobardía, o juzgados por “dejarse” coger prisioneros, etc.) que hacia los alemanes. ¿A qué denomina usted el síndrome de Stalingrado? La obsesión de la memoria comunicativa o social alemana (federal, pero en parte también oriental) de la inmediata posguerra con el destino de los soldados de la Wehrmacht cercados, muertos o capturados en Stalingrado, que se convirtió en un tema recurrente de la literatura germana de posguerra (Plievier, Gerlach, etc.), así como del cine. Algún autor alemán se refiere a la generación del ”caldero” (cerco de Stalingrado) para referirse a la novelística de posguerra. Pero la obsesión con Stalingrado tenía un punto victimista que permitía exorcizar culpas, hasta los años 80 del siglo XX: la tragedia de los soldados alemanes en Stalingrado, que habrían luchado de forma más o menos honorable según creencia general, abandonados primero por su jefes (Hitler), y luego víctimas del cautiverio soviético, permitía presentar a los alemanes como dobles víctimas, de sus enemigos en la guerra, pero también de sus propios e ineptos dirigentes. Y con ello se echaban al olvido facetas menos amables de la guerra para el recuerdo alemán, desde las deportaciones a la lucha antipartisana o los campos de exterminio, el trato a los prisioneros soviéticos, etc. Al finalizar la contienda mundial, los alemanes apelaron a que sus militares eran profesionales y se debían a la obediencia de sus mandos. ¿Se sostiene esta idea o hubo más nazis de lo que realmente se reconoció? El mito de la “limpia Wehrmacht” hace décadas que ha sido desmontado por investigaciones rigurosas, en primer lugar por historiadores alemanes. No todo combatiente regular alemán en el Este participó en masacres, pero muchos de ellos lo hicieron, de grado o por fuerza, pues la colaboración de la Wehrmacht como institución en la guerra de exterminio está bien documentada. Junto a ello, no se ha de olvidar que quienes van a la guerra en 1941 son soldados que se han socializado en buena parte bajo el régimen nazi, han formado parte de sus organizaciones juveniles o escolares, y muchos de ellos han asimilado preceptos y creencias inspiradas por los nazis (superioridad racial y cultural, idea de la necesidad de un “espacio vital”, los soviéticos como bolcheviques asiáticos…). Por tanto, no sólo eran nazis los soldados de los Einsatztgruppen o de las Waffen SS. Los oficiales más jóvenes de la Wehrmacht eran mucho más nazis que sus superiores, quienes en buena parte no lo eran, pero sí compartían muchos de los objetivos de los nazis, así como su desprecio por los pueblos eslavos y sus proyectos imperiales hacia el Este. “La transparencia es mucho mayor por parte de los archivos occidentales que por los orientales”Por parte soviética, las violaciones y abusos a mujeres se ocultaron durante años. ¿La falta de transparencia es tan común por parte del lado soviético como del occidental? Hubo un momento, primeros años noventa, en el que los archivos rusos sacaron a la luz buena parte de esas violaciones, bien conocidas por la memoria popular alemana, aunque sujetas a cierto tabú. Después se impusieron restricciones en el acceso a parte de esos documentos (informes sobre la conducta de la tropa en Alemania oriental, consejos de guerra, etc.); sin embargo, por parte alemana abundan testimonios escritos. La transparencia es mucho mayor por parte de los archivos occidentales: aunque las dimensiones de las violaciones no fueron comparables, también los soldados franceses, norteamericanos o británicos cometieron abusos, bien estudiados. Después de todo lo que conocemos, ¿se puede decir que los soldados de ambos bandos lucharon por el honor de la patria? En la mayoría de las guerras del siglo XX, muchos soldados van a la guerra por distintas motivaciones, entre ellas la lealtad a la patria, aunque a menudo vista a través de un prisma local: la familia, el pueblo o barrio de origen que hay que defender frente a cualquier invasión…Conforme avanza el conflicto y sus penalidades, la mayoría de los combatientes acaba luchando por sobrevivir, y por su grupo o pelotón de amigos y camaradas, con los que establece una relación estrecha, unos lazos de sangre que a menudo se subliman como la mejor expresión de la patria. Es indudable que muchos soldados soviéticos fueron a combatir, aunque con fatalismo, no por Stalin y su régimen, sino simplemente por su patria (o patrias). Y muchos soldados alemanes, sin ser nazis convencidos, interpretaron que la guerra era una guerra “alemana” y no solo de los nazis, en la que se jugaba la supervivencia de su país. Ese fue, como afirma N. Stargardt, un gran logro de los dirigentes nazis. La coerción jugó un papel, pero ni la sociedad soviética ni la alemana se desmoronaron cuando la derrota parecía inminente. Combatieron hasta el final. Los soviéticos denominaron a la Segunda Guerra Mundial la Gran Guerra Patriótica. ¿Está de acuerdo con esa denominación? Ni estoy de acuerdo ni dejo de estarlo, no es mi función. Fue un recurso propagandístico que funcionó, hasta el día de hoy, para galvanizar a su población, y que apelaba al precedente de la resistencia de 1812 frente a los ejércitos de Napoleón (la anterior “Guerra Patriótica”); pero que recordaba al nombre que los comunistas españoles dieron a la guerra civil: guerra revolucionaria por la independencia, o segunda guerra de la independencia. Obviamente, era y es una forma de simplificar en exceso lo que fue un conflicto con muchas facetas, y también muchas “sombras” desde el punto de vista patriótico: la colaboración de partes de la sociedad soviética con los invasores, por ejemplo, incluidos nacionalistas ucranianos, bálticos o caucásicos, pero también anticomunistas rusos. Dice en el libro que un amigo suyo le comentó que sus libros más que de historia parecen de viajes. A mí no me lo parece. ¿Qué opina usted? Obviamente, es una licencia retórica y amistosa. No pretendo escribir libros de viajes. Otra cosa es que parte de las fotos sean de mi propia autoría, y que visitar los países de que trato, los paisajes y museos, el trato con personas de esos países (en primer lugar Alemania, país en el que he vivido y enseñado varios años y con el que me unen fuertes lazos, de amistad y familiares, pero también Italia o Rusia) y la observación participante en algunos momentos haya sido decisiva para mejor comprender significados de mitos y monumentos, elementos de la cultura popular o de la memoria cultural de esos países. Un historiador transnacional, en mi opinión, debe serlo en su propia biografía y vivencias para mejor entender lo que estudia y lee. ¿Cuánto tiempo ha estado documentándose y escribiendo el libro? Es difícil de decir. Muchos de los materiales analizados han sido recogidos a lo largo de quince años. El proceso final de (re)escritura (la versión inicial del manuscrito para el premio fue después actualizada y ampliada, también a causa de la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin) me llevó algunos meses.
Mucha de la documentación provienen de libros de historia o memorias, pero ha utilizado también películas y series de televisión. ¿Qué aporta esta documentación audiovisual a su trabajo? Monumentos, ritos y conmemoraciones, literatura (de diversos géneros), cine. Son clásicos vectores o constructores de la memoria colectiva. El cine es una fuente fundamental para entender la memoria europea, y mundial, de la segunda mitad del siglo XX, pues es su época dorada, el género de mayor difusión y con mayor capacidad de difusión e impregnación de tópicos, cosmovisiones, valores y discursos sobre el pasado y el presente. Además, muchas de las películas que analizo son versiones fílmicas de novelas o memorias, entre las que existe una relación ambigua (a menudo las películas se toman más licencias, y sobre todo simplifican los argumentos). En este sentido, creo que el libro gana un carácter más vivaz e inmediato, y sobre todo intenta captar no tanto un discurso historiográfico, sino algo más general, la cultura histórica: cómo una sociedad construye un discurso sobre el pasado, en permanente mutación. ¿Qué opina de la situación actual en Europa oriental? Si se refiere a la guerra entre Ucrania y Rusia, es pronto para juzgar. De momento, le va mal a Rusia, le va mal a Ucrania, y nos va mal a todos. La falta de asentamiento de valores democráticos, del respeto a los derechos humanos, y de la idea de ciudadanía, es probablemente lo más preocupante no sólo en los países hoy contendientes, sino también en otros Estados del área, como Hungría o Polonia, con derechas radical-populistas en el poder. Pero tampoco somos tan distintos, mírese a Italia… ¿Cree que hay riesgo de guerra en las repúblicas bálticas o Finlandia? El paraguas disuasor de la OTAN es, como se demostró en la Guerra Fría, un elemento clave. La guerra es improbable, pero no imposible. Españoles o italianos lucharon contra los soviéticos. Hace pocos días volvió a saltar la polémica por las calles de algunas ciudades dedicadas a los caídos de la División Azul. ¿Qué hace falta en nuestro país para pasar página de una vez? Algo parecido a un definitivo consenso antifascista/antifranquista, en el que todos se reconozcan, salvo los inevitables extremos. Es difícil por distintas razones: el modo en que llevó a cabo la Transición (no fue ni ruptura endógena, como en Portugal, ni derrota militar externa, como Alemania e Italia), el lapso de tiempo (en otros países tardaron más de treinta años en empezar a plantearse seriamente una política de la memoria crítica con el pasado dictatorial), el hecho de que la guerra civil española, al contrario que otras (p. ej. la griega o la que vivió el Norte de Italia en 1943-45) no se puede externalizar o subsumir en la II Guerra Mundial, lo que añade complejidad a su recuerdo; y que la derecha española no tiene sus raíces en una democracia cristiana con pedigrí antidictatorial, como en otros países tras 1945, sino en la evolución o adaptación reformista de una parte del franquismo. “Dejar en paz a los muertos”, al decir de algunos, significa simplemente “no me cuestiones a mi abuelo”. Y ahí seguimos. Para finalizar, ¿cuáles serían las conclusiones de su libro? Que el frente del Este ofrece un prisma único para observar, a modo de caleidoscopio, las contradicciones de la memoria europea tras 1945. Hay acuerdo en lo secundario, en los escenarios y en algunos hechos, pero en el resto son todo divergencias, discursos contrapuestos que aún hoy se utilizan como instrumento de política exterior (cf. Rusia/Ucrania, o Rusia/países bálticos/Polonia). Al mismo tiempo, la mayor guerra terrestre de la historia, con el mayor número de víctimas civiles y militares, que sirvió de marco para el Holocausto, constituye un campo de disputa político-histórica permanente, pero también una enseñanza para el presente y el futuro del continente europeo que no parece que hayamos aún asimilado, al menos de manera transnacional y común. Puedes comprar el libro en:
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