No hablamos de un Estado cualquiera: el tercero del país por población, veintitrés millones de habitantes. Su desafío a los criterios de la OMS viene a sumarse a los planteados por países como Gran Bretaña o Dinamarca, donde se rechaza la vacunación infantil -en el primero- y a los menores de 50 años -en el segundo-.
Sumemos un dato más: esa misma semana comparecía en la Comisión Especial del Parlamento Europeo para el seguimiento de las campañas de vacunación la CEO de Pfizer, Janine Small. De pronto, Robert Roos, un eurodiputado de un partido no en vano minoritario -los mayoritarios no preguntan-, se atrevió a preguntarle si habían testado la eficacia de sus vacunas para detener la transmisión del virus, antes de proceder a la venta masiva que ha duplicado los beneficios de la compañía, de 20.000 a más de 40.000 millones de dólares en un solo ejercicio. La respuesta de la ejecutiva fue antológica: “Tuvimos que movernos a la velocidad de los mercados, y desde ese punto de vista tuvimos que hacer todo con riesgo”. Lo que en román paladino se traduce en que NO la testaron. A tal punto alcanzó el escándalo que el video se retiró inmediatamente de Google, y, por supuesto, de cualquier cabecera “respetable” de la llamada Infosfera.
Lo sorprendente de esta tendencia remite a su nula repercusión mediática en nuestro país, comparable a la censura inicial dictada por Twitter contra el comunicado de Florida, amparándose en que “no pertenece al consenso científico”. ¿Consenso o dogma?, esta es la pregunta.
Y nos lleva a otra: ¿qué entendemos por ciencia? Precisamente todo lo contrario a lo que hemos amurallado en torno a las vacunas Covid: un estado de opinión oscurantista concertado en silenciar, perseguir y condenar cualquier cuestionamiento, con la misma rabia de aquellos dominicos medievales -no en vano llamados “perros del señor” –“domini canes”- que llevaban a la hoguera a los herejes.
La realidad es levitante, no definida. La ciencia también. Se basa en síntesis provisionales, incorporando márgenes de error, aceptando la controversia. No se produce de una manera axiomática, sino en todo momento crítica.
Cualquier científico digno de tal nombre aceptaría el estudio del Departamento de Salud de Florida -con todas sus reservas- como una aportación capital para mejorar las vacunas. Nos va la vida en que, además de eficaces, sean inocuas. La misma OMS reconoce que se requiere un lapso de entre diez y veinte años para desarrollar una vacuna fiable. La gravedad de la pandemia llevó a una extrema asunción de riesgos que hoy resulta perentorio ponderar. Tarde o temprano hasta los instalados en el dogma lo harán, pues no cabe otro camino.
El verdadero enemigo no es el virus, sino el pánico inducido que ha llevado a equiparar una vacuna experimental con una panacea. No teníamos nada. Ahora, además de vacunas, tenemos evidencias. La ignorancia tiembla, insulta y amordaza. El saber razona, debate y tranquiliza.
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