Asbago vivía solitario en una pequeña casa en un burgo del norte de la Galia, cerca de Aquisgrán, dedicándose al estudio y a la práctica de la alquimia, habiendo adquirido fama y renombre por varios descubrimientos que había hecho. Su forma de aprender era la experimentación. Mezclaba ácidos y sales. Fundía unos metales con otros y añadía colorantes. Apuntaba las reacciones, los procesos químicos y la meteorología que había, en manuscritos que guardaba con celo. Se había quemado las dos manos y un brazo con ácidos y en una parte de su cara, no tenía ni cejas ni pestañas. Estaba preocupado por adquirir conocimientos. No se sentía tentado por el poder eclesial, ni por el hedonismo, ni por el dinero.
Unos pocos meses atrás, había experimentado con unas sales que en contacto con el fuego, provocaban al instante un gran crecimiento de este, así como su crepitar y la aparición de chispas. El rumor sobre este hallazgo se difundió con rapidez a otros burgos y aldeas cercanos, e interesó a mucha gente, por lo que coincidiendo con el solsticio de verano, pensó en preparar una exhibición de su experimento al aire libre para que la gente que quisiera pudiera observarlo.
Al anochecer del día acordado, el alquimista salió de su casa con una antorcha en su manos, caminó por las estrechas calles, pasó cerca del tabernero, lo saludó y dejó un encargo de dos brazas de leña para el arriero. Siguió por la calle que llevaba hasta la puerta principal de la muralla que rodeaba al burgo y después de atravesar el arco donde se alojaba la gran puerta de entrada y salida, llegó hasta un descampado donde se había preparado una pira de leña para encender el fuego.
Mucha gente se había congregado para observar el acontecimiento, algunos se habían encaramado a las almenas de las torres de la muralla. Los centinelas que guardaban la puerta observaban con detenimiento todo lo que estaba pasando. Después de Asbago, llegó el alguacil, el cura y otras personas importantes en el Burgo.
Una vez encendido el fuego, el alquimista, esperó unos minutos a que se estabilizara y pidió a la gente congregada que se alejara de la hoguera. Sacó una bolsita de cuero que contenía las sales; la abrió, cogió un puñado y lo arrojó al fuego. De forma inmediata, este creció en altura casi de forma explosiva provocando además gran cantidad de chispas, y un humo negro que ascendía. La gente atemorizada retrocedió con miedo dando gritos de pánico. Al cabo de unos minutos, el efecto de las sales empezó a disminuir. El alquimista entonces volvió a coger otro puñado de sales y lo echó de nuevo al fuego, produciéndose el mismo efecto. Los espectadores comenzaron a hablar y a cuchichear. No había duda ya de que las sales tenían un efecto explosivo.
La lumbre iba disminuyendo al consumirse la leña, pero el desagradable olor que produjeron las sales al arder, tardó en desaparecer y provocó que la gente se marchara con rapidez del lugar, comentando sobre lo que había visto. El cura que estaba presente en el experimento se acercó al alquimista y cogiéndolo por un brazo lo apartó un poco del grupo.
—Hermano —Le dijo—: Veo que tienes grandes quemaduras en los brazos y en la cara. ¿No serán fruto de contactos y de invocaciones al averno? —Le preguntó.
—Han sido producidas por el fuego y por los ácidos en los experimentos que realizo —Le contestó Asbago con cierta sequedad.
—¿Y las sales explosivas, cómo las has conseguido? —Le requirió nuevamente el cura.
—Aplicando el conocimiento de la alquimia que he adquirido durante muchos años. Busco la transmutación de los metales y convertir el plomo en oro.
—Esos conocimientos que has adquirido durante tu vida, hermano —le dijo el cura metiendo sus manos en el interior de las mangas de su hábito negro—, es menester que los pongas al servicio de la Iglesia para que tu alma se salve, y no se condene eternamente, y para ayudar a salvar a otras almas en pecado. Son patrimonio de la Iglesia y de sus representantes y deben de emplearse únicamente para el engrandecimiento y gloria de Dios. La administración aquí en la tierra nos corresponde solamente a nosotros. No te corresponde a ti poseer esos conocimientos.
—No sé cómo puedo ayudar a salvar almas —Le contestó—. Mi mundo es la alquimia, que es una ciencia que no tiene nada que ver con la religión.
—Tu sabes que los métodos químicos que se utilizan para limpiar los defectos de los metales y del oro, pueden servir para purificar el alma de muchos pecadores y para reducir a los infieles y engrandecer así el poder de la Iglesia —Le dijo el cura elevando el volumen de voz.
Asbago no pudo contestar porque un monje benedictino, de nombre Alcuino, se les había acercado, provocando que el cura se despidiese de forma precipitada y airada, no sin antes anunciarle que seguirían hablando.
—Me impresionó mucho vuestro experimento, hermano Asbago —dijo Alcuino—. Sin duda un gran hallazgo que puede tener múltiples aplicaciones —continuó, refiriéndose con sorna al cura que se alejaba.
Asbago no dijo nada, pero lo observó con detenimiento. Era de reducida estatura, de mediana edad, de aspecto simpático, gordo y cara redonda. Se veía que disfrutaba de la vida.
—Yo también soy alquimista —prosiguió el monje—, pero busco el elixir de la eterna juventud y alargar la vida humana, a través de la experimentación con plantas y brebajes. Los conocimientos que vos tenéis para eliminar las impurezas de los metales y para conseguir su transmutación, pueden servir para eliminar las impurezas del cuerpo humano y para fabricar el elixir de la juventud. Si juntásemos vuestros conocimientos con los míos, los dos saldríamos beneficiados.
—¿Qué decís? —Le preguntó el monje—. Podríamos volver a vernos y hablar del asunto. Pasaros un día por el monasterio.
Cuando se disponía a marcharse, observó cómo se acercaba hasta él, caminando de forma lenta, un hombre alto, en- corvado, de avanzada edad, rostro enjuto, ojos hundidos y nariz aguileña, que había estado observando con interés la conversación del alquimista con el monje.
—Hermano Asbago, me llamo Samuel, he visto vuestro experimento y he quedado asombrado del efecto de las sales que habéis descubierto. Sin duda ahora necesitareis comprar una estufa mayor y nuevos y mejores útiles para producir más sales. Vos sabéis que mi negocio es el dinero —dijo el judío yendo al grano de forma directa.
—En realidad tengo el proyecto de realizar algunos viajes para ampliar mis conocimientos en otros países, y seguir con mis experimentos en otros campos de la alquimia —Le respondió el alquimista.
—No obstante —dijo el judío—, si necesitaseis el dinero para llevar a cabo la producción más adelante, yo os lo podría proporcionar. Y como prueba de la simpatía que siento por vos, os lo podría prestar a intereses que pudierais pagar sin que os supusiera quebranto —dijo mientras se acariciaba el mentón con la mano izquierda—. Pensároslo —dijo el judío.
Dicho lo cual, se alejó.
Asbago miró por última vez al fuego y empezó a deshacer el camino hacia su casa, reflexionando, porque no le gustaba ni el poder de la Iglesia, ni el de los monjes, ni el del dinero.
Unos días más tarde se presentó el cura en casa de Asbago, abrió la cerca que rodeaba su casa y se encaminó a la entrada. Por una ventana abierta, y de forma indiscreta vio al alquimista metiendo las pertenencias en un baúl que iba a llevar al viaje que iba a hacer para ver a un amigo, alquimista igual que él, que vivía cerca de París. También estaban los pergaminos donde tenía hechas las anotaciones de sus experimentos. Al ver que el cura lo observaba, salió y le preguntó:
—¿Qué le trae por esta casa? —preguntó, sin entusiasmo, mientras seguía introduciendo sus pertenencias.
—Veo que tienes intención de irte de viaje —Le dijo el cura.
—Así es —Le respondió Asbago, continuando con la organización de sus enseres, y sin prestarle atención.
—¿Qué son esos pergaminos? —preguntó el cura.
—En ellos, tengo anotados los experimentos que he realizado en los últimos años.
—No te pertenecen. En la conversación que tuvimos en el descampado ya te dije que el conocimiento y su administración en la tierra solo corresponde a los representantes de la Iglesia. Solo vale para salvar almas en pecado, para luchar contra los infieles, y engrandecer a la Iglesia. Debes entregarlos a la Iglesia, exigió el cura.
—Estos pergaminos son míos. Yo los escribí, y yo hice los experimentos —respondió Asbago, continuando con su organización del viaje y poniéndolos lejos del alcance de las manos del cura.
—Si no me los das ahora mismo, hablaré con el obispo y serás excomulgado.
—¡Excomulgado! ¿Por qué? —preguntó Asbago.
—Por mantener tratos con el maligno —respondió el cura.
El alquimista siguió con la organización de su viaje, ignorándolo, pero con ganas de darle una respuesta adecuada.
El cura se marchó enfadado, gritándole que nadie podía oponerse la voluntad de Dios.
Tan solo unas horas después, el alguacil se presentó en su casa, para decirle que mientras el obispo no determinara sobre su excomunión por satanismo, no podía abandonar el pueblo.
—¿Cuánto tiempo tendré que esperar? —Quiso saber Asbago.
—Es un trámite que podría llevar semanas, meses, o años, y lo obliga a permanecer en el burgo.
El rumor sobre sus acusaciones se extendió con rapidez. A Asbago, los vecinos le retiraron el saludo. Los mendigos llenos de andrajos lo miraban con recelo y con temor. Tampoco era bien visto en la taberna donde solía acercarse de cuando en cuando, por lo que se refugió en su casa.
Las noticias de tratos con el Maligno, llegaron con rapidez hasta el monasterio donde vivía el monje Alcuino, que al conocer la noticia, con prontitud escribió una misiva para Asbago. Se lo dio a un monje de la cuadra, diciéndole que cogiera un caballo y se dirigiera con la máxima urgencia a casa del alquimista y le diera el escrito. Así lo hizo, y cuando llegó, lo encontró escribiendo unas anotaciones.
—Hola Asbago —Le dijo el monje—. Me envía Alcuino para que os de este manuscrito. Debéis leerlo con la máxima urgencia.
El alquimista lo abrió y leyó el siguiente mensaje:
“Las acusaciones que pesan sobre vos son muy graves.
Pronto seréis encarcelado y vuestra vida corre peligro.
Os pongo sobre aviso de que el cura dijo en el sermón de la misa que había testigos que afirmaban haber visto al demonio entre el fuego y el humo negro en la exhibición de las sales que hicisteis, y que la gente ya comentaba que la explosión era obra del mismo maligno.
El cura y el obispo quieren apoderarse de los libros que contienen los datos y anotaciones de vuestros experimentos, así como de las sacas de sales que habéis fabricado.
Ponedlas a salvo. No puedo hacer nada en relación a las acusaciones que pesan sobre vos, pero si me necesitáis, mandadme un mensajero.”
Le dijo al mensajero del monje que se daba por enterado, le pidió que le diese las gracias a Alcuino, y le dijo que se marchase con prontitud, pues no convenía que lo vieran con él.
Pero cuando este se disponía a montar a caballo para marcharse, lo llamó y le pidió que esperase. Entró en casa, escribió una nota para el monje alquimista y le dio dos sacas que contenían las sales del experimento, con el siguiente mensaje:
“Cuando llegue el momento, estoy seguro que vos sabréis hacer lo que tenéis que hacer con las dos sacas de sales.
Después, Asbago entró en su casa, llamó a su criada, escribió un mensaje, y se lo dio, con la orden de que se acercara a casa de Samuel el judío, y se lo diese, advirtiéndola con severidad de que no hablase con nadie.
Al cabo de unas pocas horas llegó Samuel, con caminar lento, hasta su casa, lo saludó y después de aproximarse le dijo:
—El rumor circula ya por todas partes, Asbago. Vengo a deciros que lamento vuestra situación. Es una injusticia y un nuevo atropello, y deseo ayudaros si hay alguna forma —dijo—. ¿La hay?
—Sí, la hay —Le respondió—. Venid mañana al alba y os daré los pergaminos para que los custodiéis hasta que una persona cuyo nombre os indicaré, pase a recogerlos. Él os recompensará por el riesgo que corréis.
Fue creciendo el pánico, los comentarios, y el alboroto y los rumores se extendieron por otros burgos y aldeas próximos, provocando que el obispo decidiese actuar con rapidez. Era un caso en el que había numerosos testigos, la evidencia era clara, y el escándalo podría acarrear situaciones imprevisibles, por lo que convenció al alguacil para que encarcelara al alquimista.
El día de la vista del caso se fijó con rapidez. Cuando llegó ese día, Asbago fue conducido desde la prisión hasta la abadía de Aquisgran, próxima al burgo. Varios frailes salieron a recibirlos, mientras Asbago caminaba con lentitud con los pies y las manos esposadas. Lo condujeron a través de un claustro con tres cipreses que sobresalían de las dos alturas del claustro. Se quedó mirando unos segundos, y la visión le produjo sensación de desamparo, frio y angustia. Después del claustro fue conducido a una sala con el techo abovedado que contenía frescos de carácter bíblico.
Al poco tiempo, entraron varios monjes, el obispo y el cura, que se sentaron en una mesa dispuesta en sentido perpendicular al pasillo por donde el alquimista había entrado y donde permanecía de pie. Después de sentarse, el obispo mandó al alguacil quitarle los grilletes y le leyó los cargos que la Iglesia tenía contra él: Satanismo y prácticas continuadas con el maligno.
—¿Qué tenéis que decir a la acusación? —Le preguntó el obispo, levantándose y caminando con pasos cortos hacía Asbago.
Después, Asbago entró en su casa, llamó a su criada, escribió un mensaje, y se lo dio, con la orden de que se acercara a casa de Samuel el judío, y se lo diese, advirtiéndola con severidad de que no hablase con nadie.
Al cabo de unas pocas horas llegó Samuel, con caminar lento, hasta su casa, lo saludó y después de aproximarse le dijo:
—El rumor circula ya por todas partes, Asbago. Vengo a deciros que lamento vuestra situación. Es una injusticia y un nuevo atropello, y deseo ayudaros si hay alguna forma —dijo—. ¿La hay?
—Sí, la hay —Le respondió—. Venid mañana al alba y os daré los pergaminos para que los custodiéis hasta que una persona cuyo nombre os indicaré, pase a recogerlos. Él os recompensará por el riesgo que corréis.
Fue creciendo el pánico, los comentarios, y el alboroto y los rumores se extendieron por otros burgos y aldeas próximos, provocando que el obispo decidiese actuar con rapidez. Era un caso en el que había numerosos testigos, la evidencia era clara, y el escándalo podría acarrear situaciones imprevisibles, por lo que convenció al alguacil para que encarcelara al alquimista.
El día de la vista del caso se fijó con rapidez. Cuando llegó ese día, Asbago fue conducido desde la prisión hasta la abadía de Aquisgran, próxima al burgo. Varios frailes salieron a recibirlos, mientras Asbago caminaba con lentitud con los pies y las manos esposadas. Lo condujeron a través de un claustro con tres cipreses que sobresalían de las dos alturas del claustro. Se quedó mirando unos segundos, y la visión le produjo sensación de desamparo, frio y angustia. Después del claustro fue conducido a una sala con el techo abovedado que contenía frescos de carácter bíblico.
Al poco tiempo, entraron varios monjes, el obispo y el cura, que se sentaron en una mesa dispuesta en sentido perpendicular al pasillo por donde el alquimista había entrado y donde permanecía de pie. Después de sentarse, el obispo mandó al alguacil quitarle los grilletes y le leyó los cargos que la Iglesia tenía contra él: Satanismo y prácticas continuadas con el maligno.
—¿Qué tenéis que decir a la acusación? —Le preguntó el obispo, levantándose y caminando con pasos cortos hacía Asbago.
—Busco la transmutación de los metales, mezclando metales y soluciones de ácidos, y aplicando el fuego —respondió.
—El fuego es el hogar del averno y el destino de todos los que no obedecen la ley de Dios —Le dijo el obispo.
—Nunca he tenido tratos con el maligno.
—En la exhibición que hiciste en la explanada, hay gente que afirma que entre el humo negro y el fuego, vieron al demonio, y que fue éste quien provocó la explosión, y su aparición trajo ese fuerte y pestilente olor a azufre quemado, que como sabéis es propio del infierno. ¿Qué decís a esto?
—Solo busco el conocimiento en la experimentación con los metales. Es todo lo que hago. La alquimia es la filosofía del fuego. El fuego está presente en todas las reacciones para hacerlas más rápidas y fundir los metales.
—El hombre debe buscar el amor de Dios, que es superior a todos los conocimientos.
—Solo trato de buscar respuestas a preguntas que me hago.
—Quien escucha la palabra eterna de Dios se libera de muchas preguntas —dijo el obispo, pero Asbago no respondió—. Solo a la Iglesia corresponde administrar y dirigir el conocimiento del hombre —Volvió a decir el obispo.
—¿Dónde tenéis los pergaminos y los libros que habéis acumulado durante años? —preguntó el cura, levantándose y acercándose a Asbago, que no respondió.
—Sabéis que podéis ser condenado a la hoguera por prácticas satánicas que van contra la ley de Dios.
Pero él alquimista, siguió sin contestar.
—Y las sales que habéis obtenido, ¿dónde las guardáis?
El cura se acercó al obispo, le susurró algo al oído, y todos se levantaron.
Mientras esperaba la entrada de los monjes, del cura y del obispo para dictar sentencia, Asbago levantó la cabeza mirando hacia el techo, tratando de averiguar cuál sería la sentencia. Detuvo su cabeza en uno de los frescos. Reflejaba a san Pedro recibiendo las llaves del reino de los cielos de manos de Dios. Miró a otro fresco y pudo ver a un pastor apacentando sus corderos. En otro, vio a los condenados al castigo eterno sufriendo en las llamas. Asbago supo entonces cuál era su condena.
Pasaron dos semanas hasta el día acordado para la ejecución. Ese día, Asbago, vestido con un hábito negro, abandonaba la prisión caminado lentamente hacia la explanada con los pies descalzos y con grilletes, y las manos atadas con una cuerda, conducido por el verdugo. La pira de leña estaba ya preparada.
Numerosa gente llevaba tiempo congregada y expectante para ver la ejecución. El tabernero, el alguacil, el cura, el médico, el obispo y otras personas principales de otras aldeas y burgos estaban allí. Los mozalbetes se habían subido a las almenas de las torres de la muralla buscando el mejor sitio para contemplar el espectáculo. Todos los habitantes del burgo estaban allí, menos Samuel el judío, y el monje Alcuino.
El verdugo tendió a Asbago sobre la cruz donde iba a ser quemado. Le ató las manos y después los pies, a la misma. Le puso un capuchón, cubriéndole la cabeza, y con ayuda de un asistente, pusieron la cruz en pie. Con la antorcha preparada y encendida, esperó la orden del alguacil para prender el fuego.
Las campanas de la iglesia repicaron con fuerza. A la señal del alguacil, el verdugo dio fuego a la pira. Para sorpresa de todos, la gente miraba y señalaba a dos columnas de fuego y de humo negro que ascendían por la ladera, movidas por el viento. Al mismo tiempo, un fuerte y desagradable olor se iba extendiendo por la explanada, provocando que la gente se retirara, y se refugiara entre las murallas del burgo. También el verdugo, el cura y el obispo tuvieron que marcharse.
Desde el monasterio, Alcuino, el monje alquimista, pudo ver la columna de humo negro. Era el año de 1330.
Ángel Villazón Trabanco tiene una página web donde puedes encontrar libros suyos, multitud de relatos y artículos libres, que esperamos que te gusten y que disfrutes
www.angelvillazon.com
Ángel Villazón Trabanco
Ingeniero Industrial
Dr. en Dirección y Administración de Empresas