Cuando la señora Pires sale al escenario, su figura, mínima, casi apocada en cada paso hacia ese, de pronto, tan inmenso piano, ni por lo más lejano anticipa su destreza ante el teclado; esa misma que le hace extraer una sonoridad cristalina, precisa y, sin embargo, liviana, acentuada en esta ocasión por el programa, basado en el siempre nostálgico Schubert.
En efecto, Maria João Pires interpretó las dos últimas y grandes sonatas de Franz Schubert, aquellas que quiso dedicar, como indica a su editor, Heinrich Albert Probst, en su última carta, a Johann Nepomuk Hummel, a quien no solo admiraba desde mucho tiempo atrás, como demuestra su dedicatoria del celebérrimo quinteto La Trucha (1819), sino al que ha tratado durante su paso por Viena, el año anterior a estas composiciones, cuando el gran e influyente interprete homenajeó a la eminencia recién fallecida: Ludwig van Beethoven. Corrían, pues, cuando Schubert anuncia estas sonatas a su editor, los primeros días de octubre de 1828, y según su hermano mayor Ferdinand, Franz había mejorado un tanto y ponía más cuidado en sus hábitos; lo que no será suficiente porque su enfermedad solo le concederá un mes y medio más de vida. No obstante, la agónica circunstancia apenas se trasluce en estas grandes sonatas —escritas seguramente desde agosto hasta el 26 de septiembre, datación por su mano de la última; la en Si bemol mayor, D. 960, que cerraba este concierto—, y menos cuando las interpreta Maria João Pires. Tal es así que la gentileza de las melodías schubertianas se va volviendo nostálgica, nunca tétrica, como sería acorde con aquellos desolados momentos que, sobre sus continuas dificultades para estrenar las piezas —al menos, las mayores—, se veían agravados con la corrosiva y, en su caso, mortal sífilis. Y sobre la delicadeza característica de Schubert en los arranques, es muy apreciable, por la amplitud sonora de los desarrollos, la influencia beethoveniana, con, naturalmente, sus insondables y libérrimas tentaciones; al punto que, sobre piezas para un solo instrumento, estas sonatas parecen reclamar su ejecución orquestal; de ahí que sean grandes y, ante todo, imprevisibles, tanto como imprevisible fue cuánto le sucedió al protagonista de la exposición que al día siguiente asistí: nuestro enorme Julio González.
He aquí que con motivo de la inminente celebración del quincuagésimo aniversario de la muerte de Pablo Ruiz Picasso, la Fundación Mapfre ha elegido como asunto ese rotundo y crucial encuentro entre el gran pintor del s. XX con el escultor barcelonés. Surgió cuando, en 1928, Picasso reclamó a Julio González para que le ayudase en la ejecución de un encargo muy comprometido en lo personal y en lo artístico: el Monumento funerario a Apollinaire. Su boceto —un alámbrico centauro flechador—, que debería ser el eje de la exposición, se ve desbordado por la vastedad y riqueza en obras singulares y germinadoras de una nueva concepción escultórica, esa que da título a la muestra: la “desmaterialización de la escultura”. Tal es así que allí pueden admirar la anticipadora Guitarra (1924), de Picasso o su Mujer en el jardín (1932), impensable —por su complejidad de ejecución— sin la apoyatura técnica de González. Pero, ante todo, me conmoví al contemplar los bocetos de Julio González y cómo, empapado de la impronta picassiana, va depurando la imagen hasta convertirla en un juego geométrico de planos. A este particular, resulta sumamente didáctica Femme se coiffant (1931), figura rodeada de sucesivos dibujos, casi obsesivos, que González había realizado en distintas épocas de su vida sobre este hecho cotidiano hasta que emprende su tratamiento depurativo, de notorio sello cubista y en mitad de su relación con Picasso, que le conducirá a la realización de la singularísima escultura. Por lo demás, la muestra expone desde los orígenes artísticos comunes a ambos, en la Barcelona de principios del s. XX, con algunas gitanas de Nonell y ese excepcional El loco (1904), de Picasso, hasta su trayectoria posterior a esta colaboración —de 1928 a 1932—, para concluir en 1942, con la muerte de Julio González.
Pero si algo consigue esta exposición, tras la contemplación de estos prodigios del ingenio, es constatar el impulso transformador de Picasso en la escultura del siglo tras este augural encuentro y, por descontado, en la obra del propio González, al punto de elevarlo, con Pablo Gargallo —también presente con su asombrosa Gran bailarina (1929) y tres caras de aquella misma década, donde el vacío y la sucesión de planos son elementos conformadores de la expresión y de la vivacidad—, a la cima de la disciplina escultórica del siglo XX. Algo que reafirma mi intuición sobre Picasso, de quien rumio desde hace años que, obtenida su incontestable prelatura como pintor, perseveró en su infatigable experimentalismo con el titánico afán de transformar nuestra mirada sobre el mundo; esfuerzo que lo emparenta, en el terreno sonoro, con el empeño impreso por Beethoven a sus últimos cuartetos… Y llegado a este punto, descubro que el Credit Suisse aún sigue en pie; menudo alivio.
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