Los romanos que nacieron en la época de César, de Pompeyo, de Cicerón… hicieron historia; quienes vivieron durante el principado de Tiberio o pasaron sus noches bajo las mismas delirantes lunas transtiberinas que enloquecieron a Calígula se limitaron a soportar la historia que habían hecho sus abuelos. Las guerras civiles de la generación anterior fueron las parteras del Imperio, que había venido para quedarse por casi cinco siglos. Los rusos y los españoles que nacieron a finales del siglo XIX hicieron historia. Los desgraciados españoles y rusos que nacieron a principios del XX padecieron la tremenda historia que habían hecho sus mayores. Y así podríamos continuar, claro; pero, se comparta o no, me parece que a la acuidad del lector ya no escapa el precioso diseño retrofuturista y hegeldinámico de mi argumento. La metáfora perfecta para la historia ya la sugirió Heráclito hace más de dos milenios. Un río que a veces se remansa y otras veces se precipita, pero en el que, en todo caso, resultará imposible bañarse dos veces, por mucho que apriete el verano. Y en estos rápidos o remansos nos toca vivir los años que tenemos asignados, procurando detener o acelerar los cambios según nuestros intereses y expectativas vitales.
Mi generación (la del rey Felipe, la de Pedro Sánchez, la de Penélope Cruz y Javier Bardem) no pudo protagonizar los momentos decisivos que tuvieron lugar tras la muerte de Franco. Esa fue la hora de nuestros padres. Y no tan heroica ni gloriosa, por cierto, como algunos de ellos se la imaginaron. La transición era un plato precocinado por los propios jerarcas del franquismo (Suarez, Fraga, Abril Martorell) listo para servirse tras la muerte del dictador, aquiescente en gran medida con las transformaciones que se avecinaban. Seguramente se aplicaba a sí mismo y a su régimen el manido refrán: ojos que no ven… O ese otro dicho que se atribuye a Luis XV: después de mí, el diluvio. “Usted no podrá gobernar como yo”, le había advertido el caudillo a Juan Carlos a principios de los 70. Así que blanco y en botella. Lo tenía claro el tío Paco.
¿Y qué retrato ha hecho de sí misma la literatura de esta generación mía, la primera alimentada con yogures y cereales para el desayuno? Si me paro a pensarlo, me vienen obviamente a la cabeza las inaugurales “Historias del Kronen” de José Ángel Mañas, pero los protagonistas eran, creo, demasiado jóvenes, y más que un verdadero fresco generacional aquello se parecía a una instantánea de fotomatón en una noche loca de los hermanos pequeños de la movida. Hace pocos años el autor publicó, me parece, una especie de continuación que ha sido elogiada por buena parte de la crítica (“La última juerga”, Algaida) y que todavía no he leído.
Como quiera que soy algo negligente en cuanto a narrativa contemporánea, al ponerme a escribir este artículo decidí consultar a Pablo Escudero, mucho mejor enterado de las novedades editoriales. En su respuesta por email cita algunos nombres en los que yo también había pensado y otros de los que lo ignoro casi todo. Menciona a algunos lamentablemente desaparecidos (Félix Romeo, Francisco Casavella) y varios felizmente activos: Ray Loriga, Alberto Olmos, Elvira Navarro, Ismael Grasa… Todos ellos autores de obras que, en algún sentido, lato y bastante difuso, podríamos considerar retratos generacionales. Cuando yo sugiero el nombre de Antonio Orejudo (pensando especialmente en “Los cinco y yo”) Pablo objeta –me parece que con razón- que correspondería en todo caso a una cohorte anterior, la de los nacidos a principios de los 60, y me sugiere en cambio algunos otros de reciente aparición que representarían, tal vez, a los así llamados millennials: Ana Iris Simón, Andrea Abreu... Por supuesto, faltarían en esta breve relación decenas de autoras y autores que sabrán perdonar, supongo, mi venial pecado de omisión. Volviendo a mi escalón en la pirámide demográfica, el tiempo dirá cuál de las radiografías literarias ha revelado con más fidelidad nuestros puntos débiles y fuertes, nuestras lacras anímicas y morales.
A modo de conclusión, nos parece que dos títulos podrían disputarse la primacía nominal: generación Kronen (José Ángel Mañas, 1970) o generación Nocilla (Fernández Mayo, 1967). En todo caso, creo que ya hemos despejado cualquier duda sobre la franja de edad a la que nos referimos. Somos, en resumen, los que mandamos hoy. Y puesto que ya nos vamos adelantando en la cincuentena, va siendo hora de hacer balance, siquiera provisional, de nuestra trayectoria colectiva. En política, durante el anterior decenio, algunos ideólogos impulsaron proyectos extremistas que remedan los viejos descartes de la historia: Pablo Iglesias (1978) y Juan Carlos Monedero (1963) fundaron Podemos, tratando de resucitar el fracasado y sanguinario Frente Popular; Santiago Abascal (1976) y Cristina Seguí (1978) se inventaron VOX, un rancio populismo fascistoide para retrasados. Millones de oligofrénicos han votado tales proyectos. Hubo también algún intento de regenerar el centro izquierda y el centro derecha. UPYD y Ciudadanos podrían haber representado alternativas razonables a los viejos partidos (PSOE y PP) gangrenados por la corrupción; sin embargo, para llevar a buen puerto tales iniciativas habría sido necesario el criterio, la cultura y la sensatez que brillan por su ausencia entre los líderes y los votantes españoles de mediana edad. Al final no hemos sabido hacer otra cosa que asumir y convalidar el mezquino y aburrido bipartidismo de nuestros padres. Visto lo visto, tal vez sea lo menos malo que podía ocurrir. Y no puede extrañarnos lo más mínimo, si tenemos en cuenta que ni en cine, ni en literatura, ni en filosofía, ni en música, ni en otros campos del arte o del conocimiento, contamos con verdaderos referentes propios. Es natural que quienes, por edad y mérito, surfearon –para decirlo gráficamente- la gran ola de la transición gocen todavía de una vigencia y un protagonismo indiscutibles. Savater, José Antonio Marina o el desaparecido Escohotado cuentan con cientos de miles de lectores, mientras que Javier Gomá, autor de una obra mucho más inspiradora y original, es conocido apenas por una esforzada e insumisa minoría de amigos de las letras y de la filosofía; los entrañables gafapastas de nuestra juventud.
Es posible que el lector esté pensando que no tengo una gran opinión sobre mi promoción; incluso que considero a mis compañeros de marcha ligeramente obtusos o pusilánimes. Despejemos de una vez todas las dudas. No me gustaría que se diera aquí algún malentendido. Los españoles y españolas de mi edad somos (generalizando, como hace la ciencia) una masa de gilipollas, huérfanos de verdadera cultura, sin presencia de ánimo ni el menor sentido de la dignidad, una plétora de imbéciles y desgraciados atrapados en relaciones fracasadas y vidas profesionales frustrantes que está criando hijos alienados y adictos a las RRSS, cuando no deprimidos o algo peor. Una turba, en fin, de mediocres filisteos sin principios, convicciones o fe de alguna clase. Muy viajados, desde luego, pero emocional e intelectualmente tullidos. Un rebaño triste que pasa las horas de insomnio ramoneando ordinarias y aburridas series de Netflix; al haber dimitido de la lectura exigente (no puedo ni quiero evitar acordarme aquí de Javier Marías) y desertado de toda empresa cultural que pudiera enriquecer el acervo nacional y de paso contribuir a la subsistencia de una civilización que agoniza.
Y ya que me empeño en leerle el pensamiento al sufrido y amordazado lector, adivino que supondrá que yo (padre de un hijo de 17 años) no debo de dormir bien pensando en el futuro que le aguarda. Pues resulta que duermo a pierna suelta. Occidente se desmorona y nuestro país no es más que un prolapso o hemorroide al sur de la decrépita Europa, pero no me preocupa mucho porque el proceso de degeneración y muerte se prolongará probablemente unos cuantos decenios; así que se pierde detrás de mi horizonte vital e incluso del de mis posibles descendientes. La perfección de la maquinaria institucional, social y tecnológica creada por nuestros ancestros (el derecho romano, el humanismo cristiano, la ilustración liberal, el estado del bienestar, la revolución tecnocientífica del siglo XX), la finura de sus engranajes y la eficacia de su diseño es tal que no hace falta que nadie esté al mando. Se asemeja a una de esas naves interestelares de la SF que cruzan la galaxia, con una tripulación de zangolotinos a bordo, perfectamente inconscientes de su origen y de su destino; seres incapaces de hacer algo a lo que sin rubor pudiéramos llamar historia.
Tampoco me preocupa la posibilidad de una nueva guerra civil en España. Somos una generación tan cobarde y exangüe que no llegaremos a sacarnos unos a otros los higadillos por las calles, como hicieron nuestros abuelos. Sólo siento, eso sí, algo de lástima por Felipe VI. Tengo la impresión de que es noble en el único sentido que importa y que nada tiene que ver con títulos o abolengo. Un hombre comprometido con la institución que representa, pero con un padre fornicador y tramposo y una familia extensa disfuncional y caricaturesca. Rentistas, youtubers e hijos de magnates gozan de una vida más cómoda. Él se tiene que vestir todos los días según el protocolo y no puede ni salir a la calle. Se lo van a poner muy difícil en los próximos años y no me hace falta ser monárquico –no lo soy- para saber que si no queremos arruinar definitivamente la vida de nuestros hijos (a los que ya hemos maltratado en la pandemia con un confinamiento sádico e irracional, mientras nos limpiábamos el orto con la Constitución) más nos valdría facilitarle la tarea.