En "Guerra por la Paz. El fin de la diplomacia", Ronan Farrow nos ofrece una obra que tiene como objeto de análisis una parte fundamental de la política exterior, aquella que alude esencialmente a las cuestiones de seguridad, de Estados Unidos. El autor, sin caer en tópicos y lugares comunes, defiende una tesis ciertamente provocadora y que induce al debate: el militarismo ha desplazado a la diplomacia como herramienta para encarar las relaciones internacionales. A su juicio, se trata de una constante iniciada con Bill Clinton y que ha perdurado hasta Donald Trump, mostrando algunos momentos álgidos, como la respuesta al 11-S ofrecida por la administración Bush. Asimismo, en los últimos tiempos se ha visibilizado en escenarios tan distintos y distantes entre sí como Siria, Cuba, Colombia o Corea del Norte, todos ellos bien diseccionados en el libro que tenemos entre manos. Como resultado de este particular modus operandi se ha producido una victoria sin paliativos del Departamento de Defensa sobre el Departamento de Estado, como certificó la invasión de Irak en 2003 en contra de los postulados esgrimidos por Colin Powell. El propio Barack Obama, dentro del repliegue del panorama internacional que se observó durante su mandato, también se decantó por esta fórmula, quizás por la cierta comodidad que implicaba: “¿por qué enviar a los hijos y las hijas de los estadounidenses a hacer un trabajo que los yemeníes y pakistaníes podían realizar a cambio de dinero” (p. 201). Sin embargo, para Farrow esta metodología resulta contraproducente porque impide dar respuesta a problemas globales complejos y porque es poco exigente en el terreno de los derechos humanos. Con las mismas palabras del autor: “¿No se suponía que había terminado la Guerra Fría? (…) Dos décadas más tarde, las aspiraciones nucleares de Irán y de Corea del Norte, y el reclutamiento a nivel mundial del Estado Islámico figuran entre los desafíos internacionales más acuciantes. Pero, para entonces, ya habían eliminado el personal formado que debía enfrentar estos desafíos” (p. 27). Con todo ello, no siempre ha prevalecido el panorama que describe Farrow. Al respecto, nos habla, aunque sin detenerse mucho, de una “Edad de los Sabios”, esto es, un periodo en el cual los diplomáticos marcaron el devenir de la política exterior norteamericana, pudiéndose ubicar el mismo al término de la Segunda Guerra Mundial. George Kennan constituyó uno de sus representantes, lo que propició que Estados Unidos adquiriese un rol de liderazgo en organizaciones de nueva creación, como la OTAN, y fomentase la reconstrucción de Europa occidental a través del Plan Marshall. No obstante, mientras duró el mundo bipolar, fue recurrente que la Casa Blanca apoyara a adversarios de su antagonista ideológico (la URSS), a pesar de aquellos mostraran escasas credenciales democráticas. Un buen ejemplo de esta premisa la vemos en las relaciones sostenidas con Pakistán, país mimado por Estados Unidos tras la invasión soviética de Afganistán en 1979. Uno de los arquitectos de esta política fue Brzezinski, quien la justificaba en los siguientes términos: “a tal efecto será necesario revisar nuestra política con Pakistán, darle más garantías, más suministro de armas y, a pesar nuestro, decidir que nuestra política de seguridad respecto de Pakistán no puede dictarla nuestra política de no proliferación de armas” (p.62). Igualmente, ciertos automatismos heredados de la Guerra Fría han conservado su vigencia en el siglo XXI. Uno de ellos lo hallamos en la solidez de las alianzas mantenidas con gobernantes autócratas, como por ejemplo el egipcio Hosni Mubarak. Ronan Farrow profundiza en esta cuestión, insistiendo en que en ningún caso ha generado ventajas: ni para Egipto, ni para Estados Unidos, ni para la estabilidad regional-global. En efecto, cuando estallaron las denominadas Primaveras Árabes en 2011, la juventud que lideró las protestas en El Cairo reprochó a Washington su escaso rigor a la hora de castigar la corrupción y los liberticidios perpetrados por el régimen que pretendían derrocar: “en Oriente Próximo, como en Asia Central, los pactos entre militares llevaban tanto tiempo eclipsando la democracia que apenas sabíamos hacer otra cosa. Egipto era la prueba” (p. 267). En definitiva, una obra crítica con la reciente trayectoria de la política exterior de Estados Unidos. La narración cronológica seguida permite que el lector asuma una lección íntimamente relacionada con la retirada gradual de los norteamericanos de la escena internacional y las repercusiones que tal conducta podría suscitar, una cuestión sobre la que se viene reflexionando en los últimos tiempos con notable asiduidad. Al respecto, las palabras de John Kerry resultan concluyentes: “me preocupa la erosión del consenso bipartidista sobre la necesidad de liderazgo estadounidense…Si ese liderazgo no viene de nosotros, vendrá de otra parte” (p. 323). Puedes comprar el libro en:
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