Aunque lo tengo muy chungo para mimetizarme en la Navarra profunda. No cumplo ni de lejos el manual del buen gudari. Apelaré a la veteranía y a mis ocho apellidos vascos. Además de los de mi bisabuela Vicky Echegaray Zugarrondo, la que se enrolló con el joyero Cartier. Ya quisieran tener mi pedigrí algunos abertzales irredentos. Este año, además de evocar la magdalena de Proust y glosar la belleza del monte Beriain, voy a introducir un par de cargas de profundidad.
Nunca me he pronunciado sobre cuestiones identitarias, lingüísticas, ideológicas; el ser o no ser raza, pueblo, nación, porque jamás me han interesado. Ni a mí ni a ningún baserritarra de los de antes. Tenían cosas más importantes de las que ocuparse, como sembrar la tierra, criar cerdos, vacas, gallinas, cortar leña y limpiar el monte para evitar incendios. Y sobre todo vivir y dejar vivir. Aborrecerían las entelequias artificiales que manejan los que ahora reparten carnets de buenos vascos. Sólo sirven para dividir, enfrentar y tensionar la convivencia en beneficio de unas élites que viven como dios del mantra de una Euskadi libre. De lo que tenía que estar libre Euskadi es de falacias, prejuicios, exclusiones y políticas espurias.
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