Subyace la paradoja del cretense Epiménides: “Todos los cretenses son mentirosos”. ¿Verdad o mentira? El propio acto de escribir es una negación de la negación. Pero si descalificásemos por ese motivo toda la literatura de signo nihilista eliminaríamos buena parte de la literatura universal. Y no precisamente la peor parte. El nihilismo recorre la espina dorsal de ese animal viviente de palabras que cabalgamos escritores de todas las épocas. Desde el Eclesiastés hasta Shakespeare, desde la tragedia ática hasta Samuel Beckett, de Leopardi a Cioran, son muchos los genios que han dedicado sus mejores esfuerzos a relatarnos la inutilidad de los mismos. La inutilidad de todo.
En tiempos recientes he leído dos libros muy distintos escritos en esa larga tradición del nihil: “A propósito de nada” de Woody Allen y “Cien noches” de Luisgé Martín. Y supongo que este verano me adentraré en “Aniquilación” de Houellebecq, cuyo título promete una aventura de supervivencia para sus fieles lectores, entre los que me cuento, sobre todo considerando la extensión de la obra. El caso del autor francés, también afectado por la pertinaz fiebre del pesimismo incurable, es especialmente interesante para mí. Pasó del ateísmo al agnosticismo (un tiempo después de nuestra conversación en Murcia, aunque no sugiero ningún vínculo causal) y de una ambigua e irónica confianza en la ciencia a señalar al cristianismo como la única esperanza concebible para aquellos realmente desesperados: el protagonista de “Serotonina”. Tal vez sea esta su forma de resolver la aporía de la que hablábamos más arriba. La negación radical resulta contradictoria e insostenible. A Houellebecq lo acusa un coro desafinado pero muy nutrido de donnadies de escribir mal. No seré yo quien niegue ese cargo. Siempre he sostenido que los autores que más me interesan son, precisamente, los que escriben mal. Kafka reconocía fallos sintácticos y hasta anacolutos en su prosa. Muchas veces se ha dicho de él que era un mal escritor (Eduardo Mendoza), que no sabía terminar sus novelas y otras mandangas por el estilo. A Dostoyevski lo denostó Nabokov sin miramientos. Y así podríamos continuar.
Pero antes de que perdamos definitivamente el hilo del artículo volvamos a Luisgé y a Woody Allen. La novela del primero, la mencionada “Cien noches”, forma de algún modo un díptico con su ensayo “El mundo feliz”, que, como ya he dicho alguna vez en esta revista, me pareció valiente y muy desafiante. En estos tiempos febles que habitamos, decir que la vida es un sumidero de mierda no es, desde luego, nada mainstream. La corriente principal no va por ahí. El nihilismo extremo no es el que predomina, sino en todo caso un nihilismo multicolor de baja intensidad, que trata de disfrazar su nada con ideales políticos melifluos, tales como la fraternidad universal, el multiculturalismo o el veganismo transgénero, que si no existe estará al caer.
Debo decir que “Cien noches” (premio Herralde 2020) no me ha interesado tanto como el ensayo, sin negar la eficacia de su prosa, la destreza técnica del autor y algunos hallazgos de una trama que incorpora al pesimismo general de su visión cierto escepticismo, algo más específico, centrado en las relaciones afectivas y sexuales. “Cien noches” constituye una especie de experimento narrativo que incluye, a modo de relato mise en abyme, un experimento sociológico y psicológico -casi de laboratorio- orientado a confirmar la imposibilidad del ideal romántico de la fidelidad. La conclusión podría ser que tal meta no sólo resulta imposible sino, además, contraria a nuestra verdadera naturaleza, y por lo tanto indeseable.
En cuanto a Woody Allen, todo queda dicho en un párrafo cargado con trinitrotolueno al principio del libro: “Por fin llego al mundo. Un mundo en el que jamás me sentiré cómodo, jamás aprobaré ni perdonaré.” Su visión de la vida está clara. Es decir: tremendamente oscura. Y no tardó en convertirla, de hecho, en el centro de sus comedias (“La última noche de Boris Grushenko”) y de sus dramas, hasta esa cima que representa “Delitos y faltas” (probablemente la obra cumbre del cine occidental del último cuarto del siglo XX, sólo con permiso de “El Padrino” de Coppola y “Fanny y Alexander” de Ingmar Bergman) y “Match Point”, estrenada ya en este atribulado siglo en el que nos adentramos saltando de charco en charco hasta la catástrofe final.
Como tengo bastante claro que mis lectores no van a permitir que me marche del artículo sin declarar mi propia opinión sobre la literatura nihilista, ni siquiera voy a intentar escabullirme. ¿Está justificado escribir para decir que nada merece la pena? Mi respuesta no puede ser simple, sin embargo voy a intentar simplificarla al máximo. Desde dentro del nihilismo no puede encontrarse justificación, pero desde fuera, sí. Paradoja sobre paradoja. El axioma tácito fundacional de la literatura (de cualquier forma de literatura) es que todo lo que pueda decirse debe ser dicho del modo más virtuoso posible. Pero ese principio sólo será válido si el lenguaje, como el Logos de Heráclito y de San Juan, se remite a una instancia trascendente, a un fundamento de la realidad más allá de la verdad en sentido empírico. Únicamente en ese caso la palabra no es absorbida y destruida por la nada en el momento mismo de ser escrita o pronunciada; sólo entonces tiene algún sentido la afirmación de que el lenguaje debe agotar todas sus posibilidades, ya que en la biblioteca cósmica todo texto argumentativo se enfrenta a su posible refutación, como lo sugiere Borges en su vertiginoso relato “La biblioteca de Babel”. En ese caso (y sólo en ese caso) todo aquello que se pueda sentir o pensar debe ser expresado, incluso aquello que cae en la cancelada categoría de lo absurdo. Únicamente sobre la base de esa trascendencia cabe atribuir a toda experiencia humana –incluso a la puramente negativa- cierto valor. El escepticismo burlón de Hamlet (words, words, words) quintaesencia la demoledora conclusión de Macbeth: “La vida es un cuento de ruido y furia contado por un idiota con gran aparato y que nada significa”. La última estación del recorrido sería “Breath”, de Samuel Beckett; ahí ya, coherentemente, fuera de los límites del lenguaje.
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