He leído varias obras teatrales y poemarios de Pablo Fidalgo y en todas esas lecturas, como si fuera una constante que he de mantener con sus escrituras, me ha dejado tocado, sustraído por la inercia de la palabra. Fuera de juego, vamos.
Hasta que, por empeño lector, consigo meterme en la sucesión de escenas o montarme en el carro de sus endiablados versos y llegar a la concreción de la obra o del poema, para, inmediatamente, encontrar el enlace, el ritmo, la cuerda, que ate una escena a otra y un poema con el que le sucede o precede, hasta convertir cada libro en cuestión, en una historia plausible a la vez que necesaria, por muy surrealista que la misma parezca.
“(…) Yo heredo la adición y la enfermedad. / Padre, abuelo, madre. / El sueño de cualquier adicto es / que aquellos que lo aman / compartan su adicción. (…)”.
Pero, si sigo leyendo a Pablo Fidalgo, a pesar de la ringlera de libros que me esperan en las baldas de la estantería de lo porvenir, así la llamo, alguna motivación superior debe inducirme a ello: “(…) Qué larga la infancia. / Qué difícil elegir entre quien te ataca / y quien no te protege.”
Pablo Fidalgo es un acontecimiento en lo literario y en lo escénico: Agua de fuente, fresca, sin aditivos. Tiene la virtud Fidalgo de extraer de la caja de los hermetismos que atesoró, padeció o imaginó en la niñez, un cúmulo de extrañezas epatantes o un ramillete de preguntas sin respuestas, como deseen.
Porque, aunque cada cual atesoró las suyas en esa travesía cuasi mágica de nuestras vidas, Pablo convierte en arte las suyas, en verbo esencial: poético. “(…) No hay forma de ser consolado / porque muchas generaciones / esperan consuelo antes que yo. (…)”. “(…) Si me gustaba tanto ver gente dormida / es porque en ese momento / no podían hacerme daño.”
Algunos me tacharán de grillado, pero, al finalizar este poemario, este nuevo libro de Pablo Fidalgo, el personaje sin nombre que habla en el mismo, se me ha revelado, con sus diferencias -no sé por qué arcanas asociaciones-, como un nuevo y distinto, aunque genuino Josef K., el protagonista de “El proceso” de Franz Kafka, ese libro que dejó por finalizar el autor checo y que su editor Max Brod hubo de rematar, diremos que con éxito.
Esa requisitoria continua, ese dudar implícito en cada verso, en cada poema, esa necesidad de explicaciones que tiene la voz que hallará el lector en “La dejadez”, tienen mucho que ver, a mi entender, con la esencia de las obras kafkianas: el conflicto con los padres, la desnudez de la culpa -esa fractura- siempre omnipresente y la presunción del absurdo, es decir, su aceptación y asentamiento en lo cotidiano.
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