En cambio, en el Retiro, cundía la alarma; de pronto y correteando, bien como novios felices cogidos de las manos o bien como beatas que llegan tarde al rosario, los compradores se escabullían por las sendas del parque. En un suspiro, el Paseo de coches se quedaba de un charol despavorido y los portillos blancos, dándose por vencidos, iban poco a poco guardando su muestrario de libros hasta el día siguiente. Y ya todo era recio percutir de la lluvia contra el asfalto, mientras sucias ramblillas, ceñidas a los adoquines laterales, arrastraban sobre su chocolatoso torrente el folleto ovillado de una pizzería cercana o de las siete maravillas del mundo, encuadernadas en tapa dura y asequibles en cómodos plazos.
En tanto y casi silenciosa transcurre la celebración por el quingentésimo aniversario de Elio Antonio de Nebrija y también la siguiente, la de la vuelta al mundo por Elcano. Deberían de ser un par de conmemoraciones que nos llenasen a todos de admiración y reconfortasen nuestro secreto e hidalgo patriotismo, pero entre la decimocuarta del Madrid, la devastadora campaña de Putin en Ucrania y los insólitos artificios del gobierno para convencernos de que aún es tal cosa y en absoluto un disparatado festival de ocurrencias han conseguido que nadie las recuerde. Quizá sea también por nuestra disconforme manera de ser, y en ese instante caigo en la cuenta de que este año y para más señas el día del patrón del país, Santiago Apóstol, se cumplirán cincuenta años de la muerte, en Lloret de Mar, del hombre que más luminosamente —a mi parecer, claro— trató de explicar esta incómoda y secular forma de sentirnos los españoles: don Américo Castro.
De su copiosa obra, tanto de la netamente filológica como de sus ensayos de indagación —o a juicio severo, y a veces nada desacertado, de algunos: especulación— histórica, siempre escojo dos títulos: El pensamiento de Cervantes (1925) y España en su historia; cristianos, moros y judíos (1948). Castro defendió como crucial en el nacimiento y posterior forja de la nación el conflicto entre las tres religiones, y en concreto, la expulsión de los judíos —la única del trío de “razas”, como se llamaban entonces, netamente urbanita, y por tanto, la más dinámica y porosa al progreso—, con la consiguiente imposición del estatuto de limpieza de sangre, como el estigma que esparció entre el recién nacido Estado —por otra parte y simultáneamente, el imperio más extenso conocido— el remiso recelo y la sorda sospecha; pérfidas cormas que troquelaron una manera de sentir. Desde luego, no ignoro la contraria objeción de Claudio Sánchez Albornoz, en su España, un enigma histórico (1956), sobre la causa de ese malestar en la obsesiva aspiración de toda la sociedad por alcanzar o exhibir hábitos de nobleza, durante este señalado periodo —los siglos XVI y XVII—, cuya consecuencia fue la raquitización —cuando no, el paladino desprecio— por el comercio y por la industria; respuesta tajante y acerba —a veces, en exceso— a la tesis del trauma religioso, defendida por Castro.
No obstante, el lúgubre levitismo patrio, sin duda renacido y agudizado durante el catastrófico s. XIX, me hace sentir —y hasta palpar— como más veraz la denuncia de Castro y, repito, eso no me impide ponderar los sólidos argumentos de Sánchez Albornoz, pero un resquemor se mantuvo férreo y silencioso a través de nuestros desarreglados siglos, para que el español nunca acabase de sentirse a gusto y terminase pronunciando frases como aquella célebre cuanto hiriente de Cánovas del Castillo de se es español “porque no se puede ser otra cosa”.
En la actualidad, revivimos esta escarnecedora sentencia cuando escuchamos a algunos parlamentarios cómo zahieren al resto del país con sus ensoberbecidas provocaciones. Castro atribuyó el fermento de estos separatismos a la carencia de una red de escuelas nacionales dignas hasta bien vencido el ecuador del s. XX, que hubiesen propagado a su debido tiempo una conciencia común de la nación. En tanto, las tres derrotas carlistas que germinaron el rencor de la Iglesia hacia los gobiernos liberales, identificados con Madrid; el desarrollo industrial tardío y muy localizado en dos regiones costeras y, además, fronterizas, y la creación de una mitología romanticona y vernácula para enaltecimiento y complacencia de su nueva burguesía hizo el resto; y hoy, como españoles, debemos de batirnos con esta venenosa herencia, que un día persigue a una niña de seis años porque sus padres desean que se cumpla la ley y al otro, homenajea a un excarcelado cuyo mérito consiste en un asesinato a traición. Por eso, ante tanta vileza, conviene, de cuando en cuando, releer a don Américo Castro; si no consuela, al menos ayuda a comprendernos.
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