Soñar que sueño como diría Pessoa aferrado a la lluvia infinita que gobernó su vida y parte de su obra. Lluvia oblicua que se encargó de desdibujar su semblante y su figura hasta convertirlo en sombra. Sombra de sombras en la que se erigió como el dios perdido de una ópera trágica y oscura. Lírica y patriótica. Esotérica y nómada. Así, como un extraño dentro sí mismo habitó su vida; un puro teatro de voces en el cada una de ellas surgía como el poder de lo imposible que se encuentra sumergido en el mundo de las sombras. Sombras hechas voces. Y voces convertidas en poesía. El hombre que caminaba sin pisar el suelo fue el paradigma de la derrota; una derrota que, sin embargo, siempre nos habla de la dignidad del fracaso: «Los jóvenes me aprecian simplemente porque he fracasado. Todos los jóvenes del mundo andan fascinados por la derrota. Todos buscan el ejemplo del fracasado. Si por ellos fuera, pondrían estatuas del fracaso en todos los parques. Son jóvenes y por tanto disculpables. Un poeta está realmente jodido cuando en vez del fracaso, que es su estado natural, piensa en el éxito. Entonces ya está muerto, porque el éxito y el fracaso no son más que dos equívocos, dos ficciones sin valor. Éxito y fracaso son la misma cosa: nada. Solo que quien consigue el éxito no puede ya ignorar de qué clase de insustancial materia está hecho el éxito. Del fracaso se sale, del éxito no.»
Manuel Moya en esta magnífica y singular, profunda y acertada Lluvia oblicua nos relata con una potente voz llena de registros pessoanos los últimos días de un Pessoa que, comienzan igual que el día en el que después de pedir a su barbero Manassés que le afeitara antes de que le llevaran al Hospital de San Luis de los Franceses —como también nos relata Tabucchi en su magnífico relato Los tres últimos días de Fernando Pessoa— ingresó en el mismo para fallecer la tarde-noche del sábado 30 de noviembre de 1935. Pues el resto de esta espléndida narración es la de un sueño, en la que su autor Manuel Moya lleva de la mano al poeta por todos aquellos lugares y costumbres que hicieron de él un ser único. Un hombre que transitó la mayor parte de su vida por un kilómetro cuadrado. Moya, profundo conocedor de la vida y la obra del poeta más universal de las letras portuguesas, nos muestra esa senda plagada de estaciones que, a modo de viacrucis, va recorriendo hasta su final, y en donde la sempiterna lluvia que nos acompaña a lo largo de nuestras vidas se convierte en la protagonista y elemento aglutinador de una vida irreal, onírica y caprichosa; una representación de los últimos pasos de Fernando Pessoa por las adoquinadas calles de una Lisboa arrebatada al paso del tiempo: «Lisboa y sus casas de varios colores…/ a fuerza de monotonía es diferente». Una monotonía que, a modo de prisión, persiguió el tragaluz por el que se acabó colando la vida, que no la figura, del poeta. En apenas ciento treinta páginas Manuel Moya nos enseña la esencia de una existencia plagada de sueños sin realizar y sonoros fracasos. Sueños y fracasos que no menosprecian la invocación del cariño ajeno del que tan huérfano se encontraba Pessoa, ni tampoco la manifestación de una soledad perdida en la oscuridad de un arcón cargado de papeles, miedos y promesas. Ajeno al mundo, e inmiscuido en su propio sueño, los pequeños detalles que nos proporciona Moya se alzan como auténticos símbolos de una epopeya: la pitillera de plata que le regaló su amada Ofelia, el trozo de papel en el que trata de despedirse de Magde, la cartera desprovista de documentos que albergar, su sombrero, la gabardina desteñida y raída, su pajarita…, y el eco de su voz que se vuelve único, universal y magistral cuando arremete contra sí mismo y sus palabras. Por si esto fuera poco, Moya nos ilustra ese espacio geográfico con detalles minimalistas de las casas, escritorios, máquinas de escribir, bares y estancos que nos alumbran el recorrido último de Pessoa por la calles de su implorada Lisboa, eso sí, con una lluvia infinita a cuestas, algo que, por ejemplo, ni el propio Saramago hizo en su célebre novela El año de la muerte de Ricardo Reis.
Manuel Moya en Lluvia oblicua nos proporciona una extraordinaria semblanza del final de un poeta único que fue capaz de crearse un mundo para sí mismo, porque en el que nació, a los cinco años —cuando murió su padre— dejó de interesarle; un mundo que, de repente, se convirtió en un espacio agreste y solitario; un mundo sin amor; un mundo exento de la expectativa tanto del futuro como de la palabra éxito. Un mundo cercano a esa entelequia que, quizá, nunca llegó a descifrar, y donde el poder de lo imposible se encontraba sumergido en el mundo de las sombras.
«Se ilumina la iglesia dentro de la lluvia de este día,
Y cada vela que se enciende es más lluvia que golpea en el vitral…
Me alegra oír la lluvia porque ella es el templo encendido,
Y los vitrales de la iglesia vistos por fuera son el sonido de la lluvia oído por dentro…
El esplendor del altar mayor es que casi no pueda ver los montes
A través de la lluvia que es oro tan solemne en el mantel del altar…
Suena el canto del coro, en mí latín y viento sacuden el vitral
Y el chirriar del agua en el hecho de haber coro…
La misa es un automóvil que pasa
A través de los fieles que se arrodillan hoy que es un día triste…
De repente el viento sacude un esplendor mayor
La fiesta de la catedral y el ruido de la lluvia todo lo absorbe
Hasta sólo oírse la voz del padre agua perdiéndose a lo lejos
Con el ruido de las llantas del automóvil…
Y se apagan las luces de la iglesia
En la lluvia que cesa…»
(Extracto del poema Lluvia oblicua)
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