Dice en la presentación de su libro la joven autora enamorada desde hace tiempo de las palabras que “para componer este lexikón (del griego lexikon: vocabulario, libro; a su vez de lexis: palabra, habla, y de legein: hablar, reunir, enumerar) he escogido noventa y nueve palabras, a través de las cuales he querido ‘desvelar’ literalmente, ‘quitar el velo’ de seductora pero peligrosa seda que oculta el sentido más íntimo de nuestra forma de decir las cosas” Y aporta para ello un argumento mantenido por muchos escritores: la historia de las palabras resulta fascinante y está en continuo movimiento, desde el instante en el que brotan de su fuente, o sea, de su étimo (significado o valor originario). Tal relevancia ha sido un desafío permanente para el escritor: elegir en cada momento la mejor palabra para definir, la de más relevante sonoridad poética, la más visible o expresiva, tal como pretendía Wingenstein cuando quería pensarlas-observarlas en tres dimensiones. Un reto sutil y mágico a un tiempo, secreto y universal. La palabra como el río: siempre libre, siempre nutriente, expresiva; y, tal vez quepa añadir, siempre poética, siempre distinta manteniendo su naturaleza significativa. Es tal la consideración que merecen en su uso que Albert Camus ha llegado a escribir que “nombrar las cosas es una manera de intentar disminuir el sufrimiento y el desorden que hay en el mundo”. A partir de aquí la tentación, para el reseñador, sería adentrarse en la rica naturaleza y evolución (algunas, con el tiempo, han llegado a alterar el valor primigenio de su significado) de cada una de las palabras recogidas aquí, pero para eso ya está el contenido enjundioso y ameno del libro. Sí quepa, no obstante, poder elegir una palabra al azar, expresiva por sí, y para ello tenemos, por ejemplo, la palabra Leer (p.66). Aquí, siguiendo el curso de su devenir y distinción, se nos dice que, en efecto, “todos somos dados a interpretar la realidad que nos rodea atribuyéndole emociones, deseos, objetivos, incluso biografías. Esto es, gracias al poder de las palabras, transformamos la vida en narraciones que nos hacen sentir un poco más seguros y un poco menos perdidos. ¿No es, acaso, ‘cuéntame un cuento’ desde siempre el primer instinto, la primera necesidad de los seres humanos?” Tal valoración nos lleva a distintas consideraciones: la necesaria función del escritor, el que nos traslada las historias necesarias, los cuentos. Primero de forma oral, de palabra, y luego a través de los textos. Luego vendrá el bien de aquél no-escritor que nos traslada el cuento desnudo: su voz, su gesto, podrá, según sus cualidades transmisoras, no solo ponernos a bien con una realidad, sino ayudarnos a entender la realidad, aquello que, aún siendo patente su presencia, tantas veces nos puede llegar a confundir. El sonido, el gesto, el impulso emotivo de cómo se nos traslade es decisivo. Ahí radicaría el primigenio nacimiento del teatro. Pero hay otra forma muy distinguida de ‘recibir’ el cuento, y es a través de la propia lectura. Ahí pasamos a ser, de algún modo, protagonistas -en cuanto que, leyendo, otorgamos una significación propia a lo contado- y en ello adquiere valor por sí nuestra libertad, nuestro paisaje propio, la imaginación. La palabra para expresar el placer de la lectura proviene de una raíz indoeuropea (mayoritaria como lugar de nacimiento de nuestras lenguas) que se escribe lag- y que, manteniendo distintas variantes según el idioma, en lituano se escribe ‘lésti’ “que originariamente significa ‘recoger con el pico’ Una manera de recoger para alimentarse. Pero, reparemos, ¿acaso cultura no deriva de cultivo? Tal práctica es la que nos va a proveer de alimento, y, derivado de ello, la palabra ‘cultivado’ ha devenido en hombre de cultura, en persona leída, lectora. Esto es, culta. “El de ´leer’ –escribe Marcolongo, la autora de este libro tan jugoso y ameno- es uno de los étimos que siempre he preferido, porque, si se le sigue la pista hacia atrás y con atención, indica que sin ‘palabras’, no puede existir decisión alguna”. Algo decisivo, fundamental, vital en su sentido más amplio. Contar lo que sentimos con palabras honestas y precisas como íntima elección; eso es lo que nos pide o, mejor aún, nos implora esta etimología. Asunción de responsabilidad: si el decir las cosas tiene el poder de hacerlas reales, ¿quiénes somos entonces realmente ‘en palabras’, o sea, en hechos, o sea, en voluntad? Y llegados a este punto, como conclusión, cabría resaltar el entrañable ejemplo que se nos traslada (p.24) cuando se relata la labor llevada a cabo por Robert Levy estudiando la lengua de Tahití: “provista de todo tipo de todo tipo de palabras, incluso de las más minuciosas, el lenguaje de las islas carecía, sin embargo, de palabras para designar el dolor del alma, desde la más banal tristeza pasajera hasta la melancolía, la angustia, la culpa o la rabia (…) Es así que los nativos, desprovistos de medios lingüísticos para expresar cuánto sufrían y para elaborar los estados de ánimo que tenían, decidían quitarse la vida”. Heroica implicación. Hermosa conclusión acerca de la verdad de las palabras. Así pues: conozcamos y amemos las palabras, sintamos, vivamos a través de ellas, y, si por alguna razón no lo alcanzamos por los propios medios, pedir sencillamente “cuéntame un cuento” Alguien, a buen seguro, te atenderá, te ayudará. Tal como siempre ha sido. Puedes comprar el libro en:
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